Como si raíces enterradas, que dan flor. Bendita tiene una idea de esto luego por la mañana, cuando es largada a los cuidados hogareños. La puerta se cierra por la mano de un hombre y ella se coloca un vestido ligero. Los senos asentados en la piel madurada, las caderas de un cuerpo crecido sobresalen por el tejido leve. Con las manos, lleva agua al tarro de las orquídeas en el florero de la casa. Acecha, confirma. Los brotes de la flor parecen encogidos, en una muerte lenta. Evidente. Bendita mete los dedos en la tierra seca. Como yo., piensa. Como yo. El silbido de la tetera avisa. El aroma a café entra en el ambiente, mezclado con la brisa que la ventana entreabierta consiente. Con la taza ardiente entre los dedos, se coloca al lado del vitral. Los ojos se despejan en las calles. La ciudad corre allá afuera, en el andamiento disparado de una puta sin remanso. El vapor aromático seduce las narices sin olor, ya. Bendita descansa los párpados y suelta un aliento. Necesito más., dice. Necesito de ser. En el reflejo de la ventana, percibe el rostro agrietado por el trazar de los días. O el arrepentimiento en cada hora. Con una de las manos, toca discretamente los propios labios. Húmedos aún, como una magnolia acabada de florecer. En el tiempo que los dedos bajan en un giro hasta los pezones, remuerde los deseos de jovencita. La vida de mujer, ahora. Atada a una máquina de memorias, es el mañana que viene. Quiere oír su voz. Quiero oír mi voz. Cantar en el principio de una mañana, sin miedos. Marcar los propios pasos en un salto de palmo y medio. Quiere verse de cerca, en el espejo entero de la vida. Hacer desabrochar mi cuerpo aún vivo. Amar más. Amarme más. Y cerrar cada día con un orgasmo demorado por todo el placer desde la más simple taza de café al beso aún enamorado en Jazmín. Si dios así quisiere. Es lo que espero, si dios así quisiere.

Posa la taza con la borra de los granos en el fondo. Pasa dos dedos y lame, en un movimiento sensual que nunca osara. Se le estremece todo el cuerpo. Los ojos se le engrandecen. El sexo humedece. De la tierra del tarro, retira los brotes de orquídea caídos. Desistidos. Sin esperanza. Y adelanta. Bien entiendo esta muerte deseada. Hay veces que lo que más apetece es morir. Más apetece morir. En el vestido leve, siente el tejido amainarse en sus entrepiernas. Lleva la mano al sexo. Se toca lentamente, pero lo suspende. Viene un juicio de culpa, tal vez. Y se cubre con una bata larga. El corazón late deprisa. Los labios piden el fervor de otros. Y llega Jazmín. Debajo del brazo, un puñado de rosas bravas. Viene en una risa suave. Para ti, Bendita. Que eres tan graciosa. En los ojos de ella, nota un ardimiento invulgar. Se lo pregunta, pero no dice. La mujer suelta la vista de la ventana, la voz parece incierta. Las orquídeas se secaron, Jazmín. Él se da cuenta, con desaliento. Falta de apego, tal vez., sospecha en su silencio. Los pies de ella andan en otro sentido. El hombre busca su rostro con las manos. ¿Bendita? La mirada cae, como las hojas de otoño. ¿Ya no me amas?, constata una valentía inesperada. La respuesta de Bendita viene desgastada por la saliva del tiempo ya pasado. Necesito amarme más a mí, Jazmín. Más a mí. Los ojos se prenden, como si en una urdidura de amor. Ella lo envuelve. En el impulso de una osadía natural, lleva una de las manos de hombre florero y la posa en su pecho desnudado. Allí tiene el cuerpo tempestuoso de una mujer impúdica, ardiente. Él retrocede. Bendita, no entiendo. El hombre extraña el indecoro. Los ojos de la mujer quedan desaguados, se desvían. El abatimiento es evidente. Él sabe. Nunca entendiste, Jazmín. Nunca., murmura. Y sale en un cortejo apresurado, como el mundo de los hombres hablantes, de las mujeres calladas. Las rosas salvajes caen desordenadas en el suelo brillante de la casa. Jazmín queda con las manos desocupadas. Sin flores ni persona. En un resentimiento acostumbrado, ella aún espera que él venga. Para un consuelo simple. Habitual. Pero Jazmín no va. Ni en aquella noche ni en la otra. Habrá dormido en el invernadero, entre las flores y las raíces. En una denuncia de mujer despejada de pudor. Y sensatez. Ella llora. Él también. Ella suplica. Él también. Pero no lo dice. A cada mañana, Bendita ojea por el vitral. Sin cualquier avistamiento del hombre.