El Senado español, una institución que, como todos sabemos, es de una utilidad incuestionable, a la que los ciudadanos hemos de agradecer sus denodados esfuerzos en pro del funcionamiento de este país -y así va como va-, acaba de hacer una nueva demostración de solidaridad en estos tiempos tan chungos.

En una de sus reuniones previas al merecido descanso estival, y habida cuenta de que allí se iba a dar cita un selecto grupo de personalidades de lugares tan lejanos como el País Vasco, Cataluña, Galicia y Valencia, la Cámara alta decidió proveerse de traductores para que todos los congregados -que, por otra parte, hablan castellano por los codos- pudiesen expresarse en las lenguas de sus remotos territorios. Y así fue; unos cuantos españoles se reunieron en la capital de España con otros españoles (éstos, más numerosos) para debatir sobre asuntos que afectan a España. Y para eso, con el atinado criterio que siempre preside las decisiones del Parlamento, fue necesaria la intervención de un destacamento de traductores al módico precio de 6.500 euros diarios. La reunión debió de ser impresionante. Un español de Cataluña hablaba en catalán para que otro español de Galicia lo escuchara en gallego. Y un valenciano se explicaba en valenciano para hacerse entender ante un vasco que le escuchaba en euskera. Pudiendo hablar cinco idiomas, para qué hacerlo en el único que conocían todos.

Éste es el tipo de detalles que me hacen estar tan orgulloso del sistema político de mi país. Resulta imposible ignorar que nuestros representantes velan noche y día por el bienestar del pueblo español, racionalizando los gastos, destinando el dinero de todos a lo que realmente se necesita, sin derroches ni tonterías. Y viendo cómo está el mundo de mal, habiendo decenas de países que no conocen lo que es bueno, yo propondría convertir nuestro Senado -con sus senadores- en una institución itinerante que lleve su sabiduría hasta los más lejanos rincones del planeta. Vamos, que los facturaría al culo del mundo sin billete de vuelta.