Recientemente asistí a un acontecimiento excepcional. En mi calle se organizó un atasco. El primero de la cola de coches se detuvo de mala manera, justo frente a una obra que ocupaba parcialmente la calzada. Del vehículo se bajó una señora que, con toda tranquilidad, entró en la farmacia de al lado. En consecuencia, entre la obra y el coche mal aparcado no era posible circular. Total, que se fueron acumulando coches, uno tras otro, en ordenada fila hasta el extremo de la calle.

Bueno, pues lo increíble del asunto fue que, de los veintitantos vehículos allí amontonados, únicamente sonó la bocina de una furgoneta de reparto. El resto de conductores aguardaron pacientemente, sin follones, a que la señora se surtiera de antiácidos. Ante tan impresionante muestra de civismo, el propio repartidor optó por imitar a sus compañeros de atasco, metiendo la cabeza dentro del furgón y tomándose la espera con filosofía. Los testigos del hecho no dábamos crédito a lo que estaba ocurriendo. Ni un bocinazo, ni una palabra malsonante.

Eso me recordó los años vividos en Las Palmas de Gran Canaria a primeros de los setenta. Canarias aún conservaba un encantador ambiente colonial. La gente se tomaba la vida con calma y el trato era siempre cortés. En aquella época, la gasolina tenía un precio de risa y el tabaco casi lo regalaban. Lo que en la Península eran objetos de superlujo, allí resultaban del todo asequibles. Y no faltaba de nada, desde caviar iraní a agua del Polo Norte. Y a precio de ganga.

A lo que iba; que en aquel tiempo era habitual que los autobuses urbanos -las guaguas- se detuvieran delante de algunos establecimientos para que los pasajeros hicieran sus compras. Así, un señor le pedía al chófer que parase ante el estanco y éste lo hacía. La guagua frenaba, el señor iba al estanco, los coches detenían su marcha y todo el mundo esperaba tranquilamente a que el individuo volviera con su cartón de Coronas. Entonces, la guagua reiniciaba la marcha y la vida volvía a moverse lentamente.

Lo que les cuento ahora resulta inconcebible. Siempre tenemos prisa, aunque desconozcamos el motivo.