Esta mañana he estado en las librerías de Paternoster Row. Es apabullante la cantidad de libros que se publican estos días. Cuando uno entra en los pequeños establecimientos de compra y venta de libros, y ve tantos nuevos títulos en los estantes, a la vez que puede oír los talleres de los impresores sin dejar de funcionar en los locales traseros de toda la calle, se pregunta si tiene algún sentido publicar algo más. Añadir otra obra superflua a la ya vastísima suma de las obras publicadas. Si no está ya todo dicho, desde Homero, desde Sófocles y Esquilo, desde Dante Alighieri y François Rabelais. La visión, a un tiempo, de tantas cubiertas impresas acomodadas sobre las estanterías tiene un efecto abrumador en el corazón de un joven escritor en ciernes, devastador, diría yo. En Jones & Sons he adquirido por doce chelines los Poemas, principalmente líricos, de Tennyson, y me he apresurado a salir de allí, dejando atrás la callejuela de libreros y editores, y el fragor de las imprentas manchando de negro el blanco de los pliegos, a pesar de saber que ese sonido me perseguiría hasta lograr darme alcance, de nuevo, en mi propia casa. A la altura de la catedral de Saint-Paul comenzó a caer una fina llovizna, y protegí el poemario bajo mi abrigo, sosteniéndolo con mi mano contra el pecho, escondiendo también en mi interior la secreta esperanza de que aquél fuese un mal libro. Alfred Tennyson es más joven que yo, y con éste es ya su segundo libro publicado.

Vivo en un pequeño apartamento, que alquilo por diez libras mensuales, en una casa de una sola planta. El bajo del edificio lo ocupa, como no podía ser de otra manera, una imprenta. Este mediodía no me he sentido con fuerzas para quedarme allí, oyendo el estrépito de las prensas de la Print Corporation, produciendo más y más libros. Así que me he venido a comer a la fonda de Manor House, aunque no es que pueda permitírmelo, y ahora, rebuscando en mis bolsillos, he podido comprobar que todos mis ahorros ascienden a una libra, seis chelines y trece peniques, y todavía no he pagado el alquiler de este mes. Ha vuelto a salir el sol, y parece que se mantendrá despejado al menos por un rato, así que me siento fuera, en la calle, y comparto la mesa alargada con otros cinco comensales a los que no conozco. La señora Sawyers deja caer sobre el tablero los platos del menú del día. En la Manor House cocinan siete platos distintos, uno para cada día de la semana. Hace horas que siento la mordida del hambre royendo mi estómago, así que, cuando veo el filete de bacalao y el puré de patata caliente humeando delante de mi cara, arremeto contra ellos con avidez. Desmenuzo la comida con los cubiertos, y me la meto en la boca ayudándome con pedazos de la rebanada de pan. Pero no me sabe a nada. Desde esta mañana tengo un extraño gusto metálico en la boca, en el fondo y en los laterales de la lengua, y quizá sea ésa la causa. Doy un par de buenos tragos a la pinta de cerveza, pero no consigo eliminarlo, el regusto sigue ahí. Lo cierto es que tampoco habría podido saborear demasiado la comida en cualquier caso, porque en este momento acaba de pasar por la calzada de la calle un moderno automóvil a vapor, el modelo de Gurney. Y todos los comensales nos hemos levantado a silbar y a gritar emocionados. Es el primero que veo, así que me paso el resto del almuerzo soñando. Aquí está, ya viene el sueño: estamos en medio de una amplia avenida, transitada por hileras de coches a vapor, no hay caballos a la vista, y suponemos que están en los campos, paciendo en paz y libertad. Las calles se ven limpias, y nadie tiene que mirar al suelo para esquivar las enormes boñigas de los animales. El aire no sólo es cristalino, sino que el vapor de los motores de los automóviles lo renueva y purifica, e incluso desprende un olor a eucalipto que es beneficioso para la salud de los hombres. Por supuesto, tampoco salen oscuras humaredas de las cocinas de las gentes, porque los fogones de carbón han sido sustituidos por máquinas maravillosas, que no sabemos cómo son o cómo funcionan, pero sólo porque no me ha dado tiempo a imaginarlo.

La señora Sawyers me ha sacado de mi ensoñación dándome una palmada en la espalda, borrando de un golpe todos los bocetos de los aparatos domésticos del futuro que comenzaban a fraguarse. Había pagado por adelantado, a pesar de que me conocen y de que visito el local con cierta frecuencia. Así que me levanto de la mesa, vacía ya, y dejo atrás la Manor House. Camino en dirección a mi casa, y mientras paseo me doy cuenta de que hoy he soñado ese futuro límpido, y prodigioso, y feliz, porque el coche a vapor de Gurney me ha puesto de buen humor. Otros días más negros, en cambio, sueño con automóviles de motores de combustión a base de compuestos de azufre, y con el aire y el cielo enrarecidos, y con perversos inventos mecánicos que toman el control de las vidas humanas. Pero siempre sueño cosas de uno u otro tipo, eso sí. Porque a estas alturas es ya evidente que soy un soñador incurable, tan evidente como que estoy abocado a ser un triste escritor sin éxito. Ése parece ser mi destino: convertirme en un malogrado escritor inédito que ha equivocado su época.