Para muchos españoles Semíramis no es una reina que se inventó la mitología griega, sino el nombre de un barco emblemático en el franquismo que se hizo famoso porque en él volvieron a casa los últimos combatientes de la División Azul presos en Rusia.

Fue en 1954 y aquellos no fueron ni los primeros liberados ni los últimos, ya que con anterioridad habían salido de las prisiones soviéticas otros diecisiete soldados, aunque éstos prefirieron rehacer su vida en la URSS y, en la mayoría de los casos, no regresaron nunca a España, y más tarde, en 1956 y 1957, llegaron otros dos grupos de prisioneros de guerra que fueron entregados a la Cruz Roja de Francia para su repatriación.

Esta misma institución fue la que se encargó, tras la muerte de Stalin, de aquella expedición que partió desde Odesa aquel 26 de marzo de 1954 para llegar a la Ciudad Condal el 2 de abril. El «Semíramis» era un buque griego con bandera de Liberia en el que viajaban 286 repatriados, aunque no todos habían sido voluntarios contra Rusia, ya que también venían otros hombres con una peripecia vital muy distinta: 19 desertores de la propia División Azul, 15 pilotos de la aviación republicana que habían quedado en aquella tierra al final de la Guerra Civil y se negaron a integrarse en el Ejército Rojo por sus ideas anarquistas, 19 marineros abandonados a su suerte también tras la derrota de la escuadra republicana y 4 niños, los primeros «niños de la guerra» que se devolvían por su inadaptación a las escuelas soviéticas, pero que en España, a pesar de su corta edad, se consideraban ya elementos peligrosos más que por sus malos hábitos por el hecho de haberse educado lejos de la patria nacional-sindicalista y sin Dios.

Pero lo más importante para los españoles de la época estaba en el retorno de los héroes que venían de dejar su juventud luchando contra el comunismo. Las cifras oficiales contaban que habían servido en la División Azul entre 1941 y 1944 unos 47.000 soldados y que de ellos habían caído en combate más de 4.500, otros 10.000 habían resultado heridos, y casi 400 fueron retenidos por el Ejército soviético, pero de otros se desconocía su paradero, especialmente de muchos de los que se habían negado a volver a España cuando se dio la orden de retirada y siguieron su lucha en la Legión Azul o directamente como voluntarios de las SS 101 y que lo mismo podían estar enterrados en cualquier fosa helada que viviendo con una nueva familia soviética o -cabía la esperanza- volviendo en el «Semíramis».

Así estaban las cosas cuando el martes 30 de marzo los diarios publicaron la lista proporcionada por la Cruz Roja. Al leerla hubo de todo: alegría por los que «volvían del infierno», desilusión y lágrimas por lo que no estaban e incluso perplejidad en algunos casos en los que se había recibido la falsa información de una muerte y la viuda se había casado en segundas nupcias.

Se ha escrito que cuando los voluntarios franquistas fueron liberados ya no quedaban en Rusia más prisioneros de otras nacionalidades, pues los soldados alemanes y sus aliados de otras nacionalidades solo habían pasado cinco años en los campos de internamiento, la mitad que los españoles, muchos de los cuales ya habían fallecido a causa de las enfermedades, el frío, el hambre y las penurias del cautiverio; pero el caso es que la prensa oficial del régimen informaba al día siguiente de la llegada del «Semíramis» de que la Comisión para prisioneros de Guerra, dependiente de las Naciones Unidas, cifraba nada menos que en millón y medio el número de presos alemanes, italianos y japoneses que permanecían en aquel momento en las cárceles soviéticas.

Como ustedes se supondrán, en el buque también viajaban divisionarios asturianos, concretamente 11, y cuatro de ellos eran de las Cuencas. Aquí van sus nombres, para la historia o para el recuerdo, porque desconozco si alguno sigue con vida (y, si es así, espero que pueda confirmar lo que firmo en este artículo): José Jiménez Díaz, de Sama; Nicanor Gutiérrez Fernández, de Pola de Lena; Gabriel Moreno Martínez, de Mieres, y Joaquín Mallada Díaz, allerano.

La prensa de aquellos días daba, además, algunos detalles sobre los dos últimos: de Gabriel Moreno contaba que tenía entonces 31 años y que a pesar de hallarse fuera de España había regresado en octubre de 1943 para incorporarse inmediatamente como voluntario a una división alemana contra los rusos, y sobre Joaquín Mallada Díaz, un año menor que su compañero y soltero según el informe, se explicaba que aunque era de Boo, sus familiares residían en Moreda y se habían llevado una gran sorpresa porque lo daban por muerto desde hacía tiempo. Todos sabían que los motivos que habían impulsado a los voluntarios diferían mucho e iban desde aquellos que se movían por los ideales falangistas -seguramente la mayoría- hasta aquellos que necesitaban lavar su pasado republicano, pasando por los simples aventureros o los que buscaban cobrar lo mismo que los soldados alemanes y el subsidio de 7,30 pesetas que iban a recibir sus familiares, además de las ventajas que se prometían para los excombatientes a su regreso; pero aun así, en el acto de la llegada se obviaron estos detalles para darle la solemnidad que requería el aparato de propaganda oficial.

A la multitudinaria bienvenida de Barcelona, presidida por el general Muñoz Grandes, que había sido el primer jefe de la División, le siguió otra similar en cada provincia. En Oviedo fue el día 5. Los balcones de las calles más céntricas se engalanaron con banderas nacionales, como entonces se hacía siempre en las celebraciones oficiales, y una multitud invadió las calles para acompañar a los excombatientes hasta la iglesia de San Juan, emblemática para el régimen porque allí se había casado su Generalísimo.

Estaban presentes las autoridades de los diferentes organismos falangistas, presididos por el gobernador civil y jefe provincial del Movimiento, el inefable Labadíe Otermín, que también había sido divisionario, las jerarquías militar y religiosa y amplias representaciones de los concejos a los que pertenecían los homenajeados. En la puerta del templo fueron recibidos por varias bandas de música que interpretaron los himnos patrióticos de rigor y, según se leía en el diario falangista «Voluntad», por «seis bellísimas camaradas de la Sección Femenina tocadas con el típico vestido regional portadoras de artísticos ramos de flores con los que luego obsequiarían a los héroes que regresan del cautiverio».

Tampoco me resisto a transcribir al pie de la letra lo que ocurrió cuando hizo su aparición el autobús engalanado que traía a los jóvenes soldados: «Inmediatamente que los divisionarios comenzaron a descender del autocar, no pudieron poner sus pies en el suelo, pues el gentío que en torno a ellos se estacionó se disputaba el honor de levarlos en hombros hasta la iglesia, a lo que los repatriados, dando visibles muestras de emoción inenarrable, contestaban agitando sus brazos en al aire y gritando hasta enronquecer ¡Arriba España! y ¡Viva Franco!...».

Luego, ya se lo imaginan, discursos, cánticos, una medalla de la Virgen de Covadonga para cada uno, un vino español y, a partir de ahí, la vida real, que a unos les fue mejor que a otros. En Rusia habían quedado los camaradas muertos, alguna novia de guerra, la desazón de las conferencias obligatorias de reeducación política a las que una minoría acabó sucumbiendo ingresando en el Club Antifascista para ayudar en los interrogatorios a sus antiguos compañeros; el hacinamiento en barracones insalubres; los trabajos forzados; el hambre paliado por una dieta insuficiente basada en 600 gramos de pan de salvado y avena, sopas y purés, algo de pescado salado y en rarísimas ocasiones algo de carne, complementadas con una ración suplementaria diaria de 17 gramos de azúcar, 5 de tabaco y 17 de grasa. Pero lo importante era que ya estaban en casa. Cuando habían pasado veinticinco años, la División Azul mantenía abierta su sede en Oviedo, justo enfrente de la facultad de Filosofía y Letras, y ofrecía un menú muy barato que algunos estudiantes no dudábamos en frecuentar, eso sí, cumpliendo las normas que nos impuso la mujer que regentaba la cocina: respeto a los veteranos, que estaban en su casa, ningún comentario sobre la simbología que adornaba sus paredes, no hablar en alto de política y ser discretos con las pegatinas que solíamos lucir en las ropas y en las carpetas.

Salvo en casos muy contados, nunca hubo incidentes, ellos a lo suyo y nosotros a lo nuestro; incluso hubo noches en las que llegamos a compartir una botella con algún excombatiente y recuerdo la sinceridad de su conversación, seguramente porque sabía que quien le escuchaba no le iba a hacer ningún reproche. Allí aprendí que haber sido un héroe no garantiza una vida fácil y que en pocos años puede volverse un inconveniente.