Me miró sorprendido. Claro que me acuerdo de los malos amigos, dijo sonriendo con su vozarrón limado por el vodka. Apuró la copa de un trago y se acercó a mí para darme un abrazo. Se te echaba de menos en Saint Simons, ¿qué te trae por aquí?, preguntó. Lo de siempre, Joss, respondí yo haciéndole un gesto que él entendió enseguida. ¿De nuevo has estado en Jacksonville?, preguntó. Yo asentí con la cabeza. Entiendo, dijo, y se quedó callado con rostro preocupado. Sigues en eso, ¿eh?, dijo sin mirarme, debí imaginarlo apenas vi el Aflow negro aparcado en el descampado de la estación, prosiguió con voz grave. Sabía que estaba a punto de preguntarme por qué seguía en eso, o hasta cuándo iba a seguir en eso. Siempre lo hacía.

¿Y tú, en cambio, qué me cuentas, Joss?, pregunté cambiando de tema. Ya ves... respondió con hastío, sigo yendo de Florida a Chicago y de Chicago a Florida... y... bueno, siempre me paro en el mejor bar de Saint Simons... dijo mirando a la camarera rubia, que sonrió azorada y volvió la vista hacia otra parte. La chica con síndrome de Down se acercó a Joseph y lo saludó con la mano. ¿Y cómo está usted, señorita? preguntó él... Bien... ¿Le si... si... sirvo otra co... copa?, dijo ella. Joseph hizo entender con un gesto que no quería más. La chica se acercó a mí, y me preguntó si podía retirar la taza. Le dije que sí. Sonrió mientras la quitaba con torpeza. Se cayó la cucharilla. Joseph miró la hora en el reloj de la pared. ¿Recuerdas cuando íbamos juntos a la casa del chino, en Magnolia Avenue, junto a la playa?, dijo. Yo sonreí. Traté de recordar el nombre del chino y no pude. Me acordaba de los carteles de teatro, del olor a aquella especie de tallarines fritos que había siempre en la sala de estar de aquella casa. Si cierro los ojos me acuerdo perfectamente de cómo era la playa de Saint Simons en aquellos años... Recuerdo las tumbonas junto al kiosco, el olor de la playa en septiembre, cuando llovía, y el sonido de las gaviotas... ¿Recuerdas el hostal al final de la playa?, me preguntó Joseph tragando saliva. También yo tragué saliva. Se hizo un silencio entre nosotros. Cada día que pasa, respondí, ¿Alguna vez le dijiste a alguien lo que pasó allí?, le pregunté.

No, dijo él, tajante. Volvió a mirar el reloj. Nunca le conté nada de aquellos años a nadie, ni siquiera a Katia.

Aquel nombre, saliendo de su boca, me provocó un escalofrío. Katia, repetí lentamente... Qué nombre tan lejano... ¿Sabes algo de ella? Joseph me miró frunciendo el ceño. ¿Me hablas en serio?, preguntó. Sí, ¿por qué? Joseph sonrió con amargura. Se quedó un momento en silencio mirando al frente y luego me miró a los ojos. ¿Nadie te ha dicho nunca que se suicidó?

Juro que nunca hubiera imaginado que unas cuantas palabras pudieran ser tan devastadoras, tan tristes, tan desconcertantes, miserables, nauseabundas, terribles. De pronto, empezaron a asediarme un amasijo de recuerdos desordenados, como lobos persiguiendo una presa en manada. No podía creérmelo. Si me hubiera levantado no habría sido capaz de tenerme en pie.

¿Cómo dices?, le pregunté con una desolación que no había vivido jamás antes. Joseph me puso la mano en el hombro. No... Bueno... nunca se me ocurrió que tú no lo supieras... que nadie te lo hubiera dicho nunca...

Me... me has dejado de piedra, Joss..., balbuceé. Llamé a la chica con síndrome de Down y le dije que nos pusiera una copa de vodka a cada uno. Entonces me puse a llorar como si con cada lágrima fueran a marchitarse o diluirse todos mis recuerdos de Katia. Rompí a llorar, me deslicé por una pendiente, traté de situarme de nuevo en el mundo, en mi mundo, en mi vida, sabiendo que ella se había suicidado. Me rompió llorar.

Es extraño que, aunque pasen años sin ver a una persona, el simple hecho de saberla viva ya es reconfortante. Es extraño tener que acostumbrarse de golpe y porrazo a la terrible realidad de tener que aceptar que uno no va a abrazar nunca más a la persona por la que hubiera dado la vida. Cuando levanté la vista tenía una copa de vodka delante de mí. Había también vodka derramado en la barra.

Pero... ¿Cómo fue?... ¿Cuándo?, pregunté. No sé si es el momento, Bob... Yo ya voy con retraso. Me espera un largo viaje hasta Chicago y... y...

bueno... sinceramente, no sé si te convendría saber cómo y cuándo sucedió todo... Ahora Joseph titubeaba. ¿Qué quieres decir?, insistí. Me bebí el vodka de un trago. Es una historia muy larga, Bob, demasiado larga... pero ahora tengo que irme... Apuró su copa. No, por favor, Joss... Dime al menos cuándo fue... Le tiré del brazo. Joseph miró de nuevo el reloj y dio un suspiro. ¿Recuerdas la navidad de hace tres años? Creo que fue la última que tú decidiste pasar en Saint Simons. Yo asentí. Estaba hablando de la navidad de 1937. ¿Recuerdas que estábamos en la casa que Sam Graham tenía en la colina, al otro lado de Magnolia Avenue? Sí, claro que me acordaba. De hecho recordé nítidamente el momento en que se rompió todo. Estábamos todos. Todos los que nos juntábamos décadas atrás. Graham estaba tocando la armónica y su mujer, Sheila, acababa de salir de la cocina con una bandeja de tamales que acababa de cocinar. Estábamos bebiendo whisky, afuera llovía... Sí, lo recuerdo perfectamente: entonces fue cuando... ¿Y recuerdas que sonó el timbre y que cuando abriste la puerta te encontraste a Katia, empapada y borracha, y que empezó a insultarte y a darte golpes en el pecho? Sí, claro que me acordaba de todo aquello... ¿Recuerdas qué fue lo que te dijo exactamente? Quiero decir... ¿Recuerdas lo que te estaba diciendo realmente, lo que los demás ocultamos o tergiversamos entre comentarios más o menos mezquinos acerca de la locura de Katia para que Sofía no se enterara de nada? Sí, claro que lo recordaba perfectamente... No había un solo día en que no lo recordara, como lo que pasó en la pensión al final de la playa...