El día 21 de mayo de 1979 el erudito Luciano Castañón, gijonés de ascendencia allerana y director de la «Gran Enciclopedia Asturiana», leía su discurso de ingreso como miembro numerario en el Instituto de Estudios Asturianos. El tema elegido para la ocasión llevaba el título prometedor de «Noticias en torno a la vida airada en Asturias». Referirse a la vida airada es, como saben, emplear un eufemismo para hablar del sórdido mundo de la prostitución, un tema que tiene poca bibliografía por muchas razones, pero fundamentalmente porque la cuestión de su legalización sigue dividiendo a la población, teniendo en cuenta que se quiera o no, en todas las culturas y civilizaciones siempre ha existido y siempre existirá.

En esta página ya hemos tratado los rasgos fundamentales de este asunto en la Montaña Central, fue hace tres años -porque llevamos ya tantas semanas en esta página que podemos remontarnos hasta entonces e incluso antes-, pero hoy quiero pararme en un tiempo concreto de nuestra historia, el que rodea a la última Guerra Civil, ya que don Luciano cita de pasada en su exposición alguna de las casas de citas que entonces prestaban sus servicios en Mieres. Se trata de las que regían dos madames llamadas La Cloti y La Turonesa y que estaban abiertas en el barrio de Gonzalín, muy cerca de lo que entonces era apeadero y hoy es estación de Renfe.

Según su información, aquellos lupanares ofrecían sus servicios con el beneplácito de las autoridades y eran muy frecuentados por los ardientes soldados del tabor de regulares de Larache que tenía su guarnición en el vecino Santullano y nos aclara que la tolerancia se daba para evitar así el homosexualismo que de otra forma podía extenderse entre la tropa mora.

No se equivoca don Luciano cuando da cuenta de la existencia de esos lamentables lugares de lenocinio, tan cutres que el mierense Antonio Álvarez Solís, guiándose por sus recuerdos, en un libro que publicó sobre el tema en 1978, cuando era director de la revista «Interviú», las calificó como «casas horripilantes».

Uno, que ha aprendido la historia contemporánea de Mieres gracias a muchas horas de conversación en el parque Jovellanos con quienes la vivieron de cerca, puede confirmar que el dato es cierto, que estos burdeles existieron, pero no fueron los únicos y que si bien la mayoría eran locales verdaderamente espantosos, cuando se disponía de dinero la cosa cambiaba y el personal femenino, traído ex profeso para el cliente que quería gastar allí media paga, mejoraba notablemente.

El ilustre putero (él mismo presumía de ello) Camilo José Cela, escribió que por aquellos años algunas prostitutas hacían la señal de la cruz antes de prestar sus servicios y que él había visto en un burdel un cartel advirtiendo de que «en esta casa no se hace el francés», porque los caprichos raros estaban vetados, aunque eso, a juzgar por lo que escuché, no rezaba en Mieres y como prueba paso a detallarles una anécdota, previniéndoles de que los niños y las mentes pacatas deben saltarse el párrafo que sigue, por su morbosidad.

Me contaron que en una de aquellas casas del barrio de Gonzalín, regida por una madame que siempre recibía fumando un buen Farias, se podía disponer incluso de perversiones tan rebuscadas como la colaboración de un perrito caniche, entrenado para acabar de animar a quienes pasaban por un momento bajo. Como era de esperar, el pobre animal murió una noche a manos de un cliente que se vio ofendido en su hombría cuando una barragana malinterpretó sus preferencias sexuales e hizo subir al canino a la cama para sumarse a la fiesta.

En fin, el caso es que la prostitución existía y estaba tolerada en toda España y por supuesto en las Cuencas, donde se reflejaba la eterna discusión sobre la permisividad hasta el punto de que durante la dictadura de Primo de Rivera ya se había vivido una intensa discusión en Langreo entre los partidarios de cerrar los bares de mala nota y quienes defendían aquellos espacios de solaz y recreo. En la prensa quedó reflejada la cuestión y también los apoyos políticos con que contaron las dos posturas. Conservadores y socialistas olvidaron por un momento sus diferencias en otros temas para unirse en la defensa de la clausura al entender que allí se pervertía a la juventud, y sólo los republicanos fueron partidarios de que siguiesen ofreciendo sus servicios porque las medidas prohibicionistas siempre atentan contra la libertad de los individuos que deben disponer de sus vidas como quieran mientras no molesten a los demás.

Pero en este caso sí molestaban a los vecinos que se veían afectados por los escándalos y los alborotos que con frecuencia rodean a estos lugares. El caso es que las casas no pudieron cerrarse e incluso se registró una pequeña manifestación de jóvenes y menos jóvenes descarriadas por las calles de la villa defendiendo su derecho a seguir ganándose la vida de aquella manera.

Cuando llegó la guerra, el sexo de pago seguía encontrándose en las dos zonas, pero con matices, y curiosamente fue en el bando republicano donde se clausuraron más burdeles teniendo especial cuidado para que las profesionales que habían decidido cambiar de vida y convertirse en milicianas no recayesen relajando la moral de sus compañeros o llevando las enfermedades venéreas hasta las trincheras donde la falta de higiene hacía que se multiplicasen sus efectos. En este sentido, hay que recordar que el mismo Durruti tuvo que abrir en Bujaraloz un hospital dedicado a combatir este mal que llegó a convertirse en un problema entre las columnas anarquistas.

Luciano Castañón cita también unos párrafos de las memorias del avilesino exiliado en Venezuela Santiago Blanco «El inmenso placer de matar a un gendarme». Memorias de guerra y exilio, en las que éste cuenta que frecuentaba en el Mieres de su juventud la «casa de las francesas» siendo criticado por sus compañeros socialistas y que durante la guerra fue encargado de «despejar el frente de pseudo-milicianas que hacían su agosto en las trincheras de primera línea». «Una labor de titanes» -escribe- porque era agredido cuando cumplía su misión y además éstas se reorganizaban otra vez estableciéndose en la retaguardia. ¿Ustedes lo dan por bueno? Yo no, para que les voy a decir otra cosa ¿O hay algún testigo que recuerde esta situación?

Mientras tanto, los franquistas toleraron siempre esta actividad por razones militares, aunque eso sí, en noviembre de 1941 derogaron el decreto que la República había dispuesto cinco años antes con el fin de abolir la prostitución y que, como tantos otros, no llegó a funcionar por la ruptura que supuso el alzamiento militar. En aquel momento para presumir de moralidad reorganizaron el Patronato de Protección a la Mujer y abrieron centros para regenerar a las extraviadas, apartándolas del vicio y dándoles una educación digna de las mujeres que el Régimen quería como madres de familia, fieles a sus esposos y devotas cristianas.

El problema era serio, las bombas habían destruido muchos hogares y viudas jóvenes o huérfanas, sin ningún tipo de sustento, se vieron forzadas a sobrevivir buscándose la vida de una manera que les repugnaba y pocos meses atrás nunca se habrían podido imaginar para ellas.

Las estadísticas oficiales de la posguerra hablaban de 1.140 prostíbulos censados en todo el país, pero la realidad multiplicaba estas cifras y como prueba podemos juzgar por lo que conocemos: la mayor parte de estos establecimientos aparecían en las grandes capitales o en las ciudades costeras, pero sin embargo la lista se reducía en Oviedo a uno solo. Pueden imaginarse el rigor con el que estaba hecha y hasta donde alcanzarían las cifras reales.

En 1942 la Jefatura Superior de Policía asumió definitivamente la vigilancia y la represión de la prostitución, pero en realidad lo que se pretendía era mantener en el cuarto de atrás una situación que se toleraba, ya que en los esquemas de aquella sociedad machista se veía con normalidad que los maridos buscasen fuera del hogar lo que nunca hubiesen permitido hacer a la madre de sus hijos.

Con esa doble moral los controles sanitarios periódicos y gratuitos -en Mieres tocaba los martes- se mantuvieron hasta los decretos abolicionistas de marzo y abril de 1956 cuando se clausuraron definitivamente estos establecimientos devolviendo a la penumbra de los faroles a las mujeres caídas, como las denominaban los teólogos del nacional-catolicismo, y que obviamente no tenían nada que ver con los otros caídos, que muy al contrario se elevaban casi a la categoría de santos.

Ya lo sé, el tema de hoy no ha sido agradable y además he estado un poco áspero, pero hay historias que no pueden contarse de otra forma.