Hale, ya está. Comilona, uvas, chinchín y un metro de cubalibres -como dice Milio-. Año nuevo. En esta ocasión, creo haber cumplido el ritual completo para atraer la suerte. Estando todo como está y echando un ojo a los gobernantes que nos dirigen, una generosa dosis de suerte va a resultar de gran ayuda. Por ello, y puesto que la tradición recomienda vestir algo rojo para entrar el año, el 31 por la mañana me compré unos calzoncillos colorados. Lástima que me equivocara en la talla y los muy condenados apretaran de lo lindo. Ahora camino como John Wayne recién apeado del equino. Y noto que se me ha aflautado la voz. Me parece que hoy superaría con éxito una prueba con los Niños Cantores de Viena. Pese a todo, allí estaba, frente a la tele, con el reloj de la Puerta del Sol a punto de sonar y todo el conjuro dispuesto. Los estranguladores «marconi paqueti» rojos, las uvas alineadas, el pie derecho avanzado, el anillo sumergido en la copa de champán y todos los deseos ordenadamente colocados en la memoria. Este año, nada puede fallar.

Espero que ustedes hayan hecho lo mismo. Y los escépticos, que luego no se quejen si la vida se les complica. Tengo una amiga que cada fin de año, además de seguir el procedimiento clásico, recibe el primero de enero a la pata coja, con una fogata en marcha en la que chamusca los malos recuerdos del año saliente, una pulserita de colorines en la muñeca izquierda, la billetera al pie de la estatuilla de San Pancracio y no sé cuántas cosas más. De hecho, la ceremonia comienza un par de días antes para llegar a tiempo a las campanadas. Y la verdad es que le da suerte: debe de tener un centenar de tías abuelas con los riñones forraditos que, además, se marcan el detalle de morirse de forma ordenada, de modo que todos los años le cae alguna herencia. En consecuencia, desde niña se pega la vida padre y con el calcetu recargado regularmente. Les dejo; voy a ver si consigo quitarme estos calzoncillos.