Este país nunca ha sido muy cuerdo que digamos. Históricamente, los españoles hemos dejado de lado lo realmente importante para debatir, polemizar, perder todo el tiempo del mundo y hasta matarnos por gilipolleces. Pero eso es España. A día de hoy, con una millonada de parados y un futuro económico inquietante, estamos la mar de entretenidos con el Estatut, desoficializando el idioma castellano para que en el futuro sólo hablemos lenguas y dialectos poco más que provinciales y disparates por el estilo, todos ellos absolutamente antieconómicos y a los que se aplica una ingente cantidad de dinero.

Pero esta locura, el desquiciamiento español parece no tener fin. Hubo un día en que creí que nuestro ingreso en la Comunidad Europea serviría para aplacar estos impulsos irracionales. Qué va. El problema parece haberse incrementado y el número de estupideces crece día a día.

Acabo de leer que un maestro valenciano ha sido condenado por un tribunal al pago de una multa por haber llamado «ceporro, palurdo e inútil» a un alumno. De verdad que nos hemos vuelto locos. Primero: ¿cómo demonios puede acabar una tontería así en un tribunal de justicia? Segundo: según el criterio dominante, la mayor parte de nuestros padres y el 100% de los docentes de mi generación habrían sido presidiarios. Y qué decir de los de las generaciones precedentes. Pero ahora resulta que a un cabestro preadolescente no se le puede suspender, ni reñir, ni tocarle un pelo, ni obligarle a estarse quieto y atender. Sin embargo, se tolera que un maestro no pueda imponer orden en el aula y sea víctima de burlas e incluso agresiones. Así nos luce el pelo.

Otra de psiquiátrico: el Ayuntamiento de Logroño ha editado un calendario en el que prácticamente desaparecen las referencias a santos y festividades cristianas. Sin embargo, son fechas señaladas el nacimiento de Mahoma, el Ramadán y el día de la independencia de Pakistán.

Cada día estoy más convencido de que este país está en manos de locos, tarados kamikazes que se divierten jugando con fuego. Y el pueblo, como los borregos, parece resignado -y hasta feliz- con el rumbo que llevamos.