Hace tiempo que mascaba una columna con este título, pero la televisión se me adelantó. De hecho, para mí el término «nini» se refería a «ni una mala palabra, ni una buena acción» y pretendía aplicarlo a unos cuantos de los que rondan por aquí, de los que jamás deberíamos esperar nada positivo, a pesar de su edulcorada palabrería.

Pero no, la tele impone que un «nini» sea un jovenzuelo, tanto gachó como gachí, que no estudia, ni trabaja, ni tiene la menor intención de hacerlo. Y, además, suelen tener familias que consienten y financian generosamente y sine díe ese «ninismo».

Las estadísticas cifran en alrededor de medio millón el número de «ninis» españoles. A mí me parecen un montón a pesar de que Gelín asegura que son muchos más. Desconozco sus fuentes, pero, ya saben, si lo dice Gelín, por fuerza ha de ser cierto.

El «nini» no es nuevo en nuestras Cuencas. Uno de los daños colaterales de las prejubilaciones mineras es haber producido un espejismo en parte de la siguiente generación, consistente en hacer creer que se puede ser prejubilado así porque sí, sin haber trabajado en la vida. «Yo de mayor quiero ser prejubilado como mi papá». Hay que comprender que hablamos de un colectivo que desde que tiene uso de razón ha visto al cabeza de familia tranquilamente en casa, sin obligaciones laborales y, además, cobrando. Y, por desgracia, no caen en la cuenta de que sus padres, antes de alcanzar esa condición, dieron el callo a base de bien. Pero la imagen que ha quedado es la otra, la de no trabajar y ser remunerado por ello, convirtiéndose en la aspiración de un buen número de jóvenes.

Por otra parte, la necedad humana provoca que, en la mayoría de los casos, la única estrategia válida para la consecución de objetivos sea el palo y la zanahoria. Si quieres vacaciones, aprueba. Si quieres dinero para el fin de semana, estudia. Si quieres ropa chula, gánatela. Pero si los chicos ya lo tienen todo sin necesidad de hacer el menor esfuerzo, no nos debe extrañar que haya tantos «ninis». O más, según Gelín.