No le arriendo la ganancia al camarero. Llevo un cuarto de hora sentado frente a la barra del bar y ya he oído pedir café de unas mil quinientas formas distintas. Los paisanos no somos complicados: cafetín, sólo, con leche y algún tirillas que se desmarca con un americano. Pero lo de la sección femenina es digno de estudio. No hay dos cafés iguales. Una acaba de pedirlo con leche semidesnatada, corto de café, templado, con sacarina y en taza grande. Entra un matrimonio mayor. Él pide uno con leche. Ella, descafeinado de máquina largo de agua, leche fría, azúcar moreno y en vaso. Cuando se lo sirven, rezonga: «Está templado». El marido contesta: «Qué quieres, si lo pides con la leche fría» . «Ya, pero a mi préstame calentín». «¿Por qué no pides la leche caliente?». «Porque no sabe igual. Y no seas meticón». «Vale». Y el esposo se sumerge en el Marca.

Alrededor de una de las mesas hay seis muchachas en animada tertulia. Todas fuman, algo de lo más femenino últimamente. Llevan camino de alcanzar la igualdad de sexos en cuanto al cáncer de pulmón, hecho que alguna interpretará como todo un avance social. Pero cada una toma un café distinto. Largos, cortos, en tazas o vasos, ardiendo o a temperatura ambiente, azucarados o edulcorados. No hay uno igual a otro.

Mi cita se retrasa. Ojeo La Nueva España. En la página tres suele escribir un chaval cojonudo. Una señora con el pelo colorado -últimamente es como si regalaran el tinte rojo y, a ciertas edades, llevar la cabeza como el casco de Schumacher no queda muy guapo, que digamos- se acerca a la barra con paso decidido. Pide que le activen la máquina para sacar tabaco (cómo no) y un descafeinado de sobre con sacarina y leche templadita, que tengo prisa.

Por fin llega el cliente. Dejo el periódico y nos saludamos. ¿Qué tomas? Un poleo menta. El camarero asiente y se pone a ello. En vaso alto. Con un chorrito de miel. No me lo pongas muy caliente. Sacarina líquida, por favor. El camarero se deja caer sobre la cafetera.