A finales de 1800, justo cuando se acababa el siglo XVIII y el mundo empezaba a hacerse contemporáneo, el doctor Francisco Piguillem ensayó por primera vez en España la vacuna contra la viruela, administrándola con éxito a unos niños de la localidad catalana de Puigcerdá. El médico definía en aquel momento la enfermedad como un ángel exterminador que embiste, mata, destruye y llena de consternación a las familias y pueblos enteros. Y era tal verdad que unas décadas atrás, el filósofo Voltaire ya había calculado que de cada cien afectados por el mal, morían más de veinte y otros tantos acarreaban sus secuelas para el resto de su vida.

Hubo que esperar hasta mayo de 1980 para que la Organización Mundial de la Salud comunicase que gracias a los programas internacionales de vigilancia y vacunación el contagio por viruela había sido eliminado definitivamente de la faz de la tierra. Hasta el momento ésta ha sido la única enfermedad que los hombres han logrado vencer completamente, pero para los vecinos de Boo en 1888, las vacunas quedaban lejos y quienes querían ser inoculados tenían que trasladarse hasta Oviedo, cosa que muy pocos hacían porque primero debían convencerse de los beneficios del pinchazo y luego tenían que disponer de un día completo sin jornal para hacer el viaje, ya que ni la empresa ni nadie les pagaba los gastos.

La epidemia que llegó aquel año a la montaña allerana afectó también a otros puntos de España con tanta intensidad que aún hoy podemos encontrar su recuerdo en el folclore de un pueblo, el de Arnedillo, en La Rioja, donde a finales de noviembre los vecinos celebran cada año la procesión del humo, en la que se hace desfilar la imagen de su patrono, San Andrés, en medio del denso ambiente que producen montones de romero y rastrojos húmedos que se prenden en sus calles.

Mi amigo y compañero de tantas cosas Guillermo Fernández Lorenzo incluyó en su libro «Apuntes para una posible historia de la minería asturiana», publicado en 1989, un escogido resumen de la correspondencia que mantuvieron en aquellos años entre Asturias y Madrid los ingenieros Manuel Montaves y Félix Parent y donde se recoge perfectamente el ambiente que se vivía entonces en la mina La Esperanza de Boo, tanto en lo referente a su producción como en lo que rodeaba la vida de los trabajadores y la relaciones que los patronos mantenían con ellos.

Si hacemos caso a lo que se escribió en aquellos días, se trataba concretamente de viruela negra, la forma más dañina que puede tomar esta enfermedad, caracterizada por hemorragias cutáneas, que afectaban también a las mucosas de todo el cuerpo y acababa causando la muerte al atacar los pulmones, el corazón o el cerebro. Era además extremadamente contagiosa siempre que hubiese una relación directa con los afectados o con lo que les rodeaba. Nunca se supo con exactitud cómo se desencadenaban los brotes, aunque sí que la que la mala alimentación, la humedad excesiva y el frío favorecían su desarrollo. Justo lo que abundaba en aquel año, que ha pasado a la historia marcado por la nevadona que a principios de aquel año alcanzó casi los dos metros en Boo.

Por alguna de estas cartas escritas en noviembre de 1888 podemos seguir perfectamente la desolación que trajo la viruela, asolando la localidad, que llegó a contabilizar entre su corta población nada menos que setenta víctimas mortales. Las cartas que Guillermo se preocupó en transcribir tienen la característica de que, además de tratarse de informes de empresa, relacionan a dos viejos conocidos que ya habían compartido experiencias en las minas de Barruelo y, por ello, abundan en reflexiones personales que son un verdadero tesoro para los historiadores a la hora de comprender los verdaderos matices del trato entre patronos y obreros, e incluso la opinión que les merecían otros personajes fundamentales en este período. En este sentido, no deja de llamar la atención la consideración que tenía sobre los curas de la zona Manuel Montaves, quien muy pronto habría de convertirse en uno de los sostenedores del paternalismo católico del marqués de Comillas.

Vean lo que escribía acerca del párroco Manuel Fernández Álvarez: «El cura de Boo no es tan dañino como el de Moreda, pero es más burro. Antes este cura no se metía en nada, más que en las tabernas, emborrachándose» o «pues en cuanto empieza a calentársele la cabeza, su vista y modales y toda su traza son los de un loco sucio», y todavía con más dureza «el señor párroco de Boo no está mal conmigo, y si alguna vez me encuentra, me saluda y le saludo, pero a mí no se atreve a convidarme como a los demás, y se ha dado el caso de encontrarle borracho y en seguida ponerse muy derecho, y sólo denunciar su estado el aspecto de su cara y su tartamudez». Y por si fuera poco el problema de su alcoholismo, también abundaba en otras acusaciones: «Qué quiere uno esperar entre personas que, como el cura de Boo, cuando las calamidades del invierno le mandan 160 reales para limosnas, se los come y no dio un cuarto a nadie».

En fin, como verán, el análisis de estos comentarios da para mucho, pero hoy quiero volver con la viruela y con las informaciones de Montaves, quien manifestaba su preocupación por la posibilidad de llegar a quedarse sin mano de obra, ya que las muertes venían a sumarse al éxodo que sufría el pueblo por parte de los más jóvenes, que lo abandonaban en un goteo constante en busca de una vida mejor, casi siempre en Argentina, o simplemente para ganar un salario más alto en Mieres o en la cuenca hermana del Nalón.

Pocos días antes de que se desatase la epidemia, una de las cartas recogía la preocupación del ingeniero por este asunto, planteándose la posibilidad de ir a buscar trabajadores hasta las minas de Barruelo, haciendo de paso una curiosa consideración sobre la extensión de esta demanda a Galicia u otras zonas más alejadas, puesto que ello implicaría en muchos casos el desplazamiento de familias enteras o en cualquier caso el compromiso de mantenerlas con un salario, algo imposible en nuestras minas, donde él estimaba que lo habitual era gastarse toda la paga: «? y aquí, dado como hoy se vive, es difícil defenderlos de estos bárbaros y es imposible el que ahorren».

Y si ustedes se escandalizan por esta opinión, guarden un poco para esta observación que incluye en otro de sus escritos: «En Asturias hay que persuadirse que el que no es un borracho perdido, tiene faltas peores o no sirve para nada».

La viruela también atacaba sin contemplaciones. El día 17 de noviembre, Montaves contaba que ya eran 48 los afectados y sólo un día más tarde la cifra había pasado a 61. El 22, la epidemia, lejos de remitir, seguía cebándose con la gente más joven, de tal forma que don Manuel anotaba una reflexión catastrófica: «Al paso que vamos, en Boo o naturales de allí, sólo van a quedar los viejos», y al día siguiente comunicaba que «ayer hubo en Boo tres defunciones y tres familias de mineros y éstos abandonaron el pueblo y se marcharon no sé dónde? La explotación que tenemos en Boo cerrará por fuerza al paso que vamos».

La viruela de 1888 no fue tampoco una enfermedad inocente; en varias ocasiones el responsable de la empresa anotó, primero con extrañeza y luego tocando madera para que la cosa siguiese así, el hecho de que los forasteros parecían ser inmunes al contagio que se extendía entre los más humildes y finalmente no pudo evitar dar la razón a Félix Parent, quien le había hecho ver desde Madrid que la miseria en que vivían los trabajadores era el mejor caldo de cultivo para el desarrollo del mal: «El agotar tanto en Boo es debido, como Vd. bien dice, al mal género de vida y poca higiene de aquel vecindario. Una cosa es sospechar cómo vive aquella gente, y otra es ver dónde están tirados los que son atacados. Era mucha la aglomeración de gente y vino lo que era de temer».

Finalmente fueron tantos los fallecidos que los cementerios de Boo y Moreda resultaron insuficientes para albergar más tumbas y las autoridades trataron en vano de cerrarlos y preparar unos terrenos próximos para los enterramientos, de forma que llegó un momento en que los cadáveres insepultos acabaron amontonándose en el camposanto con el riesgo consiguiente de que otras epidemias viniesen a sumarse a la que ya existía.

Dos meses más tarde ya había pasado todo y la vida en el pueblo empezaba a normalizarse, mientras las pocas familias que no lo habían abandonado lloraban a sus difuntos e intentaban rehacer sus vidas, Félix Parent trabajaba en su oficina madrileña. Era el 2 de enero de 1889 cuando llegó a su oficina un telegrama desde Asturias: «Explosión gas en Boo, ruego a Vd. venga inmediatamente. Montaves». Aunque lo leyó con un estremecimiento aún no podía sospechar que en la mina La Esperanza acababa de producirse el accidente más grave de la historia de la minería asturiana. A perro flaco todo son pulgas.