Se supone que la bandera y el escudo simbolizan la identidad de un pueblo y todos tenemos que respetarlos. No teman, no voy a plantear ninguna polémica que exceda los límites de lo local, porque éste no es el foro ni el momento adecuado. Ustedes saben que el ámbito geográfico en el que busco mis historias se limita a la Montaña Central y aquí cada concejo tiene, como todos los lugares de pro, sus propios blasones y pendones (y al decir esto no me refiero a las personas de moral distraída a las que también llamamos así). Seguramente muchos vecinos -aunque no todos- conocen los colores municipales porque los han visto luciendo en el balcón de sus ayuntamientos. Algunos, especialmente los alleranos, gustan de llevar el escudo en sus vehículos y últimamente también su bandera, casi recién estrenada; sin embargo, en otros lugares estas cosas no se sienten con la misma intensidad y es muy difícil que los vecinos sepan dibujar de memoria los cuarteles de su heráldica.

Y esto sucede porque casi siempre se trata de señas artificiales, rebuscadas e introducidas a calzador sin haber tenido en cuenta las raíces tradicionales, con el resultado de que muy pocos acaban sintiéndolas como propias. Hoy les voy a contar como ejemplo de lo que digo la corta historia del escudo y la bandera de Mieres, para que vean cómo se hacen estas cosas. Y empiezo por la última, porque su vida es más reciente y a lo mejor alguien se acuerda todavía de cómo se decidieron los colores que luce hoy.

Fue el 21 de enero de 1988, casi antes de ayer, como pueden ver, y se hizo mediante un concurso público al que sólo se presentaron diez artistas asturianos. Para que la decisión final pudiese ser reflejo de las diferentes ideas de la sociedad de aquellos días, se formó un jurado presidido por el alcalde socialista, Misael Fernández Porrón, y en el que actuaba como secretario Sergio Álvarez Tirador.

Lo formaban representantes de los partidos con implantación en el municipio: Clementina Carreño por Izquierda Unida, María Teresa Zapico por el CDS, Julio Ferreiro por Alianza Popular y Miguel Rodríguez Muñoz por el Movimiento Comunista, quien decidió no asistir a la sesión decisiva. Y junto a ellos se llamó también a un elenco de eruditos locales bien escogido: Carmen Castañón, la recordada directora del Instituto de La Villa; el escritor minero Cesar Rubín; el polifacético Marino Fernández Canga, y Julio León Costales, que entonces era considerado por muchos como el cronista de Mieres, aunque nunca se le llegó a conceder ese título, y aprovecho para decir a quienes me preguntan por él que lo veo a menudo paseando por el muro de San Lorenzo y afortunadamente goza de buena salud.

Finalmente, con los votos de siete asistentes y la abstención de Julio León se dio por bueno el boceto de Mario Ruiz Gutiérrez, vecino de Gijón y miembro de la Sociedad Española de Vexilología, que, aunque parezca una especialidad médica para el estudio del bajo vientre, es la disciplina que estudia las banderas. La suya, que se convirtió en nuestra, la forman tres franjas horizontales, una blanca de doble ancho, otra azul y la tercera amarilla, y se completa según lo que se aprobó en aquella mesa con el escudo, que debe ir en el ángulo superior, junto al asta.

Lo que a lo mejor desconocen es que el ganador del concurso justificó su elección explicando que el blanco representaba la Paz y que tenía doble ancho porque a la vez recordaba también a la Casa de Quirós; en el azul debíamos ver nada menos que el río Caudal, la mar y el cielo de nuestra tierra y el recuerdo respetuoso y filial de la bandera de Asturias, y, por último, el amarillo también tenía dos lecturas recordando la riqueza de las entrañas del concejo y el oro de la Cruz de la Victoria. En fin, aquella misma tarde, dibujo en ristre, un empleado del Ayuntamiento se dirigió a un taller especializado para que bordasen la que pasaba a ser la vigésima sexta enseña local reconocida en esta sufrida comunidad que algunos no tienen empacho en llamar Principado.

La bandera, como acabamos de ver, no tuvo un parto difícil; el del escudo fue mucho más complejo. El proceso empezó en abril de 1947, cuando los ayuntamientos recibieron la orden de indagar en los archivos para recuperar la simbología que requería la España imperial, algo que aquí no pudo hacerse con premura y que llevó incluso a recibir el 24 de julio de aquel año un aviso de sanción por desobediencia si no se tramitaba en cinco días. Como es lógico, se respondió inmediatamente, adjuntando un folio en el que figuraban sellos municipales de diferentes épocas, el escudo entonces vigente y una nota aclarando que desde el 10 de marzo de 1885 el Ayuntamiento tenía el tratamiento de Ilustrísimo, aunque el documento que lo acreditaba se había quemado en la Revolución de 1934.

A principios de los cincuenta alguien cayó en la cuenta de que Mieres siempre había estado representado únicamente por la Cruz de la Victoria, lo que entraba en contradicción con el escudo que se venía usando, que se había copiado de la obra «Asturias» editada por Bellmunt y Canella en 1897, y en el que figuraba una bocamina; pero tras debatirse el asunto en un Pleno se optó por no cambiar nada.

En 1958 hubo otra vuelta de tuerca, cuando un grupo de concejales pidió el consejo de los historiadores Juan Uría Ríu y José Fernández Buelta, que decidieron tirar por la calle del medio y presentaron un hermoso diseño en el que figuraban la Cruz de la Victoria, un roble con dos helechos en su base simbolizando la fortaleza de los mineros y el origen de la hulla y de nuevo las llaves de los Quirós, lo que trajo las críticas de los mierenses que en aquellos años se interesaban por la historia local por el protagonismo que se le daba otra vez a la Casa de Quirós, cuya simbología, por cierto, sigue presente en la mayor parte de la heráldica de los concejos de la Montaña Central.

Pero a las fuerzas vivas de aquel Mieres la idea no les convencía, y así, en el borrador de un documento que se conserva en el archivo municipal, puede leerse bajo citas de Ricardo Mella e incluso de aquella frase de Ortega y Gasset «es necesario volver, de cuando en cuando, una mirada a la alameda del pasado», la sugerencia de formar una nueva comisión con el concurso de los historiadores, y a renglón seguido aparecen tachados los nombres de Prieto Bances, Juan Uría y de los locales Juan Íbero y Miguel Á. Buylla. Efectivamente, la comisión se hizo sin ellos, aunque sí estuvieron junto a los representantes de la Corporación, de los centros educativos, de la Biblioteca y del Casino, el conde de Mieres, los jefes locales de F.E.T. de las J.O.N.S., delegados de los sindicatos verticales y el padre Miguel Ángel Patón en representación del Clero y la Comunidad Religiosa.

Para tener otra opinión experta, el alcalde Vicente Almazán solicitó el consejo de otro investigador de prestigio, Francisco Sarandeses, conocido en las Cuencas por haberse encargado de la excavación de la villa romana de Vega del Ciego, quien presentó un extenso y brillante informe justificando el escudo, en el que introducía pequeñas variantes de erudito en las armas de la casa de Quirós y proponía compartir la bocamina con unas ondas de azur y plata.

Todos aplaudieron la idea, pero al llegar a la Academia de la Historia, que debía dar el visto bueno, al académico de turno, encargado de rubricar tras un rápido vistazo el dibujo y los folios explicativos que llegaban de la remota y rebelde cuenca minera, la simbología no le pareció conveniente y de un plumazo se cargó lo que en Madrid se llamó montaña horadada.

No hace falta que les diga que en aquella época no cabía recurrir lo que venía de la capital y de nada sirvió que el Pleno municipal insistiese respetuosamente para que se mantuviese en su lugar lo que más nos representaba. Aún un mes antes de que se aprobase el nuevo blasón se dirigió una carta al director general de Administración Local, que era quien tenía la última palabra, pero no sirvió de nada; de modo que el 25 de marzo de 1965 Francisco Franco firmaba el decreto por el cual el escudo de Mieres quedaba establecido de esta forma: cortado; primero las armas de Bernardo de Quirós; segundo, de oro la rueda dentada de azur y maza y martillo, también de azur y cruzados en situación de faja, y en punta ondas de azur y plata. Al Timbre. Corona Real.

Ahora seguro que comprenden por qué no se puso interés en cambiar los viejos escudos de nuestras calles por los más modernos y también por qué algunos viejos, cultos y respondones mierenses nunca descolgaron la bocamina de sus solapas. Y llegados a este punto final, ya no hace falta que les diga cuál es mi escudo, aunque les doy la razón si piensan que no están los tiempos para pararse en estos asuntos.