Referirse a la década prodigiosa es hacerlo a un período en el que la originalidad y la innovación se dieron la mano y, junto a una intensa profundización en las técnicas y materiales previamente adquiridos, conformaron unos años que parecían preconizar un imparable futuro. Después, nos dimos cuenta de que San Agustín de Hipona llevaba razón: «El pasado ya no es y el futuro no es todavía», y continuamos esperando (aún seguimos haciéndolo, naturalmente), por ver si ese porvenir se asoma un día a nuestra puerta. Si bien, a la vista del panorama con el que nos encontramos todos los días, nada más abrir las pestañas, no parece faltarles razón a los que preconizan que «El futuro ya no es lo que solía ser».

A pesar del paso del tiempo, el implacable, no me resultaría difícil hoy ponerme en la piel del joven delgaducho que comenzaba a mirarse los granos en el espejo de sus veintitantos años, y para el que la dimensión del mundo estaba señalada por los confines de una sonrisa femenina. Si algún recuerdo de entonces había quedado aprisionado en mi memoria, era, sin duda, el de la conquista de la Luna -un nombre femenino por el que, lo reconozco, siento una especial predilección-, de modo que, cuando aquellos tres héroes espaciales -Armstrong, Aldrin y Collins- amerizaron en el Mar de la Tranquilidad, sentí que un trozo de esa gesta, aunque fuera pequeñísimo, también me correspondía a mí.

Creo que, desde entonces, amé más la poesía y la literatura, que, en ocasiones, me advertían de su presencia. No tuve inconveniente en unirme a la expedición de Julio Verne, junto con aquel grupo de hombres que viajaron hasta la Luna usando un gigantesco cañón, y, del mismo modo, felicité a Georges Melies, uno de los pioneros del cine, por su película «Le voyage dans la Lune».

Pero, al final, tuve que convencerme de que los sueños sólo son verdad mientras duran, y de que la realidad estaba en otra parte, y de que el Mar de la Tranquilidad sólo había sido una excusa para que las dos grandes potencias dirimieran su supremacía en el espacio. Nada, pues, de romanticismo en la conquista, ningún guiño de película, ni ningún beso dado con la mirada. Nada de Luna de enero, y el amor primero. Todo había formado parte de un ensayo más, una tramoya conocida, un guión adobado con la salsa de una Guerra Fría por dos naciones que habían decidido solventar en el espacio sus diferencias políticas, ideológicas, tecnológicas y militares.

Por eso, cuando en diciembre de 1972 la NASA, con la misión del Apolo 17, dio por finalizado su programa de exploración lunar, supe que la ambición acostumbra a hacer traidores, y que, en adelante, el mundo ya no sería una naranja redonda, como yo había creído siempre. Las limitaciones presupuestarias -una excusa: se ama con intensidad y se gasta con locura-, fue la causa aducida para esa retirada que dejaba a la Luna sin más compañía que su sombra de plata. Desde entonces, ningún humano ha vuelto a visitarla, y, si acaso, en algunas misiones orbitales, se ha estudiado el campo magnético y las emisiones de rayos X y gamma.

Quizás todo cambie algún día, y, de nuevo, nos demos cuenta de que tenía razón Bécquer cuando dijo que «?nada hay que conmueva tan hondamente, que acaricie mi espíritu y dé vuelo desusado a mi fantasía como la luz apacible y desmayada de la luna». ¿O acaso las utopías y la Luna no forman parte del mismo viaje?