Hoy, todavía, al transitar por alguna carretera comarcal, aún podemos ver aquellas casas de piedra que, bien a la vista y en su mejor fachada, en colorido azulejo dice: fielato. Para la gente joven quizá les extrañe y hasta les dé la risa tal término, pero para los ya mayores? Alguno de esos más mayores aún recuerdan aquel respeto que se le solía tener al «consumero» o persona encargada de aquella oficina de recaudación. ¿Recaudación? Pues sí. Para evitar el famoso estraperlo de mercancías que entraban en las poblaciones para ser vendidas, los productos estaban marcados según su categoría y debían de pagar por ellos. Los portadores de tales géneros eran «asaltados» en el momento de pasar por delante de aquella «garita», casa u oficina, según estuviese situada. ¡Ah!, y pobre del que no tributase, porque si eran pillados posteriormente en pleno mercado y, bien los guardias municipales o la Guardia Civil, al exigirles el documento de pago del que se habían librado de la oportuna tasa, les caía el pelo. Esta es una casera y pequeña definición sui géneris de aquello vivido por mí de guaje, además, con la particularidad de que justo a la vuelta de mi casa, en la calle Independencia de Oviedo, había uno de aquellos fielatos que, por cierto, tenía un movimiento?

El «consumero», como así le llamábamos coloquialmente por recaudar el pago de impuestos al Consumo, era un personaje que se distinguía por su gorra negra de plato, que en su frontal figuraba una chapa identificativa. Creo recordar, asimismo, que tal chapa se repetía en la chaqueta igualmente oscura o negra: ¡quién coño se acuerda ya de tanto!. Al menos no era de colores llamativos. Y, les digo yo: ¿qué tiene que ver el fielato con el ferrocarril que tanto tratamos este verano? Pues hasta aquí hemos llegado y les voy a contar como fue aquella historia vivida en primera persona.

Retornando a Oviedo por «los Económicos», por aquellos años 50 del pasado siglo el movimiento de gente era algo fuera de serie. Como procedíamos del tren de Langreo, cuando subíamos en El Berrón ya solía estar bastante repleto de viajeros. Mejor o peor pudimos acomodarnos, entre paquetes y cestas de mimbre bien tapadas. Los paquetes eran sospechosos y las cestas?, por sus mimbres solían salir plumas que se movían -alguna gallina que otra que, aunque bien amarrada, no por eso dejaba de mover sus plumas-, así como el sano olor de unos chorizos, probablemente, procedentes de Noreña como era clásico. Así llegamos a la estación anterior a Oviedo, Colloto, y en ese momento se extendió por el tren un rumor que voló desde la máquina hasta el vagón de cola: «el consumeru», dijeron todas -el género femenino, por lo que recuerdo, era lo que abundaba-. Y, entonces, llegó el momento de los disfraces. Hubo alguna que metió los chorizos debajo de la saya, otra subió la cesta al portaequipajes como si no fuese de ella y, la última, le dijo a mi madre si podía llevarle uno de los paquetes. Recuerdo que mi progenitora intentó zafarse, pero la señora clamaba e imploraba que le echase una mano, porque aquello tenía pinta de no acabar bien en cuanto llegase el del «fisco» en cuestión, acompañado por el revisor y, más peligroso aún, la Guardia Civil. Qué pasó después no lo recuerdo muy bien. Lo que sí tengo bien grabado en el cerebro que, contándoselo luego a su marido y padre mío, él le respondió: «la próxima vez no vengas en clase "Económica", aunque no tengas asiento en "Preferente"». Al parecer y según me recordó mi madre años después, la cuestión es que repetida señora traía chorizos sin marchamo, con lo cual el tema era más peligroso aún. ¡La de cosas que ocurrían en los trenes!