En el viejo portal de la iglesia de Rosnieve no se hablaba de otra cosa aquella mañana: habían encontrado la nómina; antes alguien la había robado; al parecer Mangarria pasaba por allí casualmente... Rumores contradictorios se mezclaban entre los inquietos vecinos que esperaban a que don Pedro apareciera espatarrado en su ruidosa motocicleta a decirles la misa de domingo.

Era un día de junio pero quemaba en el rostro un viento del norte y el sol apenas lograba abrirse paso entre veloces nubarrones preñados de agua. Las faenas aguardaban en el campo -en verano, si «amenaza agua», no hay tregua religiosa que valga- y los impacientes feligreses oyeron pitar el tren al otro lado del monte, inequívoca señal de que llovería. No fallaba. Allí todos sabían que por detrás del pico de Las Rozas caminaba el hullero que transportaba carbón a las Vascongadas y que marcaba las horas con su silbido y que, cuando se oía tan nítido, vaticinaba la lluvia con mayor precisión que el advenedizo hombre del tiempo de la tele.

Después se supo todo. Lo que ocurrió de verdad fue que la maleta con doscientas ochenta y siete mil pesetas y setenta y tres céntimos se perdió al caer del vagón en el que la transportaban, en el ramal entre la bocamina y la estación de carga de carbón. El dinero era el importe mensual de los sueldos de todos los trabajadores -casi cuatrocientos- de las minas de San Pedro, Malaquías y Cuatro-orejas. De las tres juntas, nada menos. Don Luis El Cojo, capataz y mandamás visible de las empresas, recibió la maleta intacta, en su improvisada oficina de pago, pocas horas después de que se extraviara.

Mangarria, pobre de solemnidad, incauto mendigo lleno de piojos que deambulaba siempre por las cantinas de la zona alrededor de los mineros -especialmente cuando barruntaba el día de cobro- encontró aquella maleta y la devolvió sin pensarlo dos veces, como alma cándida que era.

Aunque ya conocían la respuesta, a los burlones chavales de Rosnieve les gustaba preguntarle otra vez a Mangarria cuando aparecía por el pueblo:

¿Qué recompensa te dieron por devolver el dinero de la nómina?

Y Mangarria, inocente, les repetía sin variar:

Cincuenta céntimos. Para que comprase una cuerda y me ahorcara. Por tonto. Eso me dijeron.