La radio más que una costumbre social, es una necesidad de millones de españoles que se despiertan y se duermen con el clic del transistor en estado de semiinconsciencia. Lo asumimos como un modo mecánico incorporado a nuestro vivir. La historia de la radio es de lo más atractivo y, a escala individual, hasta nos parece apasionante. La pequeña historia del cada día radiofónico se ha ido cosiendo, más que a nuestra rutina cotidiana, a nuestra ración de curiosidad incursa en la fenomenología perceptiva de Merleau-Ponty.

Eran las seis de la madrugada de ayer domingo. El calor pegajoso me tenía en duermevela. Con el pulgar de mi mano derecha hice el clic en el transistor. Daban las noticias. Llegado el tiempo de deportes se ofrece la minisíntesis del apabullante 4-0 del Barcelona al Sevilla. La locutora entra en una fase de atropellada pérdida de voz. Se entremezcla con esa especie de risa nerviosa, inoportuna y odiosa para el profesional del medio. Un compañero, al quite, la releva en la lectura del texto, pero él mismo resulta víctima, por lo que otra voz -no sabría precisar si la de la primera locutora, o la de otra- intenta poner coto a tan accidentada croniquilla, pero sucumbe igualmente... ¡Y eso que, entremedias de la narración, desde el control, se mete un corte de las declaraciones de un jugador del Barça, pero ni con esas se soluciona!

Quienes hayan estado ante un micrófono, o interviniendo en un acto público, saben lo devastador que puede resultar un atragantón o una risilla que termina por ser contagiosa, nerviosa e interminable. Y me acuerdo de Alejo García, de aquel Sábado Santo del 77, dando la noticia de la legación del PCE de un modo entrecortado hasta el punto que el técnico de control acude en su ayuda metiendo, por dos o tres veces, una ráfaga musical para que pudiera hablar con normalidad. No sabíamos si es que alguien le intimidaba, si no se creía la noticia, o si a aquel hombre le estaba ocurriendo algo... Luego pudimos saber que lo único que pasaba es que había salido corriendo de la redacción, subido unas escaleras y, cuando llegó al locutorio, le faltaba aire para leer y respirar. La verdad es que pensé llamar a la SER y preguntar que les había pasado a los locutores, no con ánimo censor ¡faltaría más!, sino para disculparme por mis sonrisas, cuando ellos lo estarían pasando fatal por culpa de las suyas.

Luego, me quedé pensando en las noticias que nunca llegan por más que se las espere. En esto, Merleau-Ponty y la fenomenología perceptiva, no me pueden ayudar. ¡Lástima!