En Asturias son numerosas las fiestas dedicadas a San Martín de Tours, un santo al que los católicos franceses consideran como una de sus señas de identidad a pesar de que llegó al mundo en Hungría en el 316, pero como pasó en tierras galas la mayor parte de su vida y allí está enterrado, su origen es lo de menos; ya decía Unamuno que las personas no son de nacen sino de donde hacen el bachillerato. El piadoso Martín sin embargo no estudió mucho en su juventud, ya que fue soldado, y tan honrado que cuando decidió dar su capa a un pobre al que vio pasando frío sólo le entregó la mitad de la tela porque la otra mitad no era suya y le pertenecía al ejército romano. Luego contaron que a la noche siguiente se le apareció Cristo cubierto con aquella media prenda y eso le decidió a abandonar la vida bélica; aunque seguramente también tuvo que ayudar a su repentina conversión una segunda visita más prosaica, la del centurión pidiendo explicaciones sobre la misteriosa disminución de la talla de la capa reglamentaria, pero de eso el santoral no dice nada.

Actualmente San Martín es patrono de muchas villas y ciudades entre las que destacan dos: Buenos Aires y Utrecht, o a lo mejor tres si contamos a Moreda de Aller, que aunque tiene algunos habitantes menos que las otras lo suple con el entusiasmo que ponen cada noviembre quienes lo festejan en sus calles.

En fin, decía que el santo era más francés que nada y esto, que no tiene importancia para los pueblos hispanos mientras todos se llevan bien, pasa a ser cosa de gravedad si hay una guerra o un agravio de por medio. Así, en el propio Buenos Aires, Martín de Tours estuvo a un paso de quedar en la reserva cuando en 1580 se decidió elegir mediante un sorteo quien había de ser el patrono de la refundada capital. Una mano inocente cogió al azar su nombre entre los que se habían introducido previamente en un saco y los españoles que asistían al acto lo rechazaron porque todavía se vivía el resquemor de una guerra reciente contra los galos y se consideraba que el santo era uno de ellos, de modo que fue necesario hacer la operación otras dos veces y hasta que no vieron que en las tres ocasiones se repetía el mismo resultado -bien por la intervención sobrenatural o por la pura casualidad, piensen lo que quieran- no aceptaron a San Martín como su protector.

En Pola de Lena el de Tours también fue festejado hasta la primera década del siglo XIX, aunque se trasladó su día para que coincidiese con la solemnidad del Corpus, porque ya se sabe que aquí en las fiestas manda la lluvia y en junio éstas nos suelen visitar menos que en noviembre, sin que tampoco haya nada garantizado. Pero a lo que vamos: recordarán ustedes que en 1808 el pérfido Napoleón invadió España y los patriotas iniciaron la guerra de la Independencia; pues bien, cuando la primavera de 1810 tocaba a su fin y en la Pola llegó el día del desfile del Corpus, las Cuencas aún estaban bajo el control de su ejército.

Normalmente el acto más esperado de ese día era la procesión con la que el pueblo recorría las calles acompañando al Santísimo y a la imagen de su patrón San Martín, aunque éste vivía unos meses de poca devoción porque también en Asturias alguien se había acordado de su origen francés y se rechazaba su culto de igual forma que en el episodio que les conté más arriba. De manera que en el momento de la solemnidad, los vecinos decidieron dejarlo descansando en su peana, convencidos de que nadie iba a echarlo de menos.

Pero no fue así, ya que en Lena, como en toda España, no faltaban los afrancesados para los que en aquel momento el de Tours era el mejor de los símbolos que podían exhibir, y así se lo hicieron saber al comandante de la plaza. El militar obrando con prudencia decidió que la imagen saliese en la procesión llevada por cuatro soldados para no forzar así a ningún vecino a violentarse, aunque lo que no esperaba era la reacción de los lenenses cuando vieron incorporarse al santo al desfile escoltado por los vistosos uniformes del imperio napoleónico: la romería se detuvo bruscamente y los devotos asistentes se negaron a seguir su ruta.

Viendo el cariz que tomaba la situación, el comandante mandó formar a la tropa para que forzasen la reanudación de la marcha y faltó muy poco para que se produjese el desastre ya que nadie daba un paso y esta actitud dejaba en mal lugar la autoridad que debía demostrar. Sólo la vehemente intervención del párroco pudo evitar la masacre tras improvisar un sermón para convencer a sus feligreses de que en aquellos momentos era preferible ceder a perder la vida, y así la procesión pudo llegar a su fin, aunque en medio de un significativo silencio, sin cánticos ni música de gaitas como era habitual desde que se tenía memoria.

A la noche siguiente, la tensión se mascaba en los salones del Ayuntamiento del "Conceyón", donde la autoridad la tenían los partidarios de los franceses y siguiendo la tradición debía celebrarse el baile anual con el que la sociedad civil participaba en las fiestas. Todo estaba preparado para que el acto tuviese la misma importancia de todos los años, con la asistencia de los vecinos de más postín de aquella Lena de la época ataviados con sus mejores galas, pero las familias invitadas que se esperaban, aún sabiendo el riesgo que corrían, se negaron a compartir música y mantel con los oficiales franceses destacados en La Pola y Campomanes, y a la hora prevista solo acudieron a la cita un pequeño grupo de afrancesados.

La historia no nos dice cual fue el papel de estos vecinos cuando vieron que el comandante de Napoleón ordenaba suspender el baile fallido para vengar aquel desprecio, aunque preferimos pensar que trataron de evitar la violencia que vino a continuación, pero, haya sido de una forma u otra, el caso es que las águilas francesas volaron bajo aquella noche para traer la muerte y el castañar que se levantaba en la Plaza Mayor se convirtió en un tétrico altar en el que fueron colgados cinco lenenses de pro, elegidos entre aquellos que habían hecho el desplante a los invasores.

Alguien bautizó aquellas horas como la noche triste de Lena; unas escenas dignas de haber sido pintadas por Goya y que somos capaces de imaginar perfectamente ante un escenario de saqueos, palizas, humo negro y llamas que salieron del propio Ayuntamiento y de la Iglesia, incendiados también por la soldadesca, aunque en este último lugar se cuidaron primero de poner primero a buen recaudo la imagen de San Martín, demostrando definitivamente que lo consideraban como uno de los suyos.

Durante décadas el vetusto árbol, cómplice involuntario de la barbarie, fue conocido como el "Castañar de las ánimas" y al menos dos generaciones de lenenses se persignaron respetuosamente ante él en recuerdo de los patriotas de la villa, aunque finalmente no fueron los invasores sino sus propios paisanos los que acabaron talándolo en nombre del progreso. Cuando apenas quedaba nada de la antigua Lena y ya hacía tiempo que del enorme concejo se había segregado el de Mieres, la minería vino a disputar su primacía a la vida rural y en nombre de la modernidad se construyeron otro edificio consistorial y otro templo más amplio; entonces, siguiendo la moda y las normas higiénicas que empezaban a influir en el urbanismo, ante su pórtico se abrió una plaza diáfana para el solaz de los ciudadanos en la que sobraba el castaño que cayó entre las protestas de unos pocos que todavía lo consideraban un monumento vivo contra la injusticia.

Actualmente las fiestas más importantes de Lena son Les Feries que se celebran el lunes siguiente al segundo viernes de octubre en honor de Nuestra Señora del Rosario, aunque el otro día entré a ver los santos de la iglesia parroquial y allí seguía San Martín, seguramente con menos devotos que otra de las imágenes que le acompaña en un altar vecino, San Melchor de Quirós, nuestro santo más autóctono, que de haber sido venerado dos siglos antes habría evitado el conflicto que derivó en la matanza del castaño. Si los santos de escayola pudiesen pensar, el San Martín de Lena se lamentaría de su mala suerte por no haber sido llevado unos kilómetros más allá, al vecino concejo de Aller, donde se le trata como al mejor de los vecinos y se le agasaja cada año sin pararse a pensar si nació en Hungría, en Tours o en Piñeres.

De cualquier forma, bajando de lo divino a lo humano, en este año se cumplen exactamente los 200 desde la noche triste, ha pasado el Corpus y nadie se ha ocupado en recordar estos hechos sangrientos. Aún quedan les feries para remediar el olvido, ¡Qué bien luciría en la plaza de la Pola una pequeña placa recordando la memoria de quienes en 1810 dieron la vida por la dignidad de su pueblo!