A partir de la crisis económica, que sustituyó al más avezado terremoto, sobre todo en los bolsillos de los pobres que, por cierto, cada día multiplican más sus necesidades, personajes de todo tipo y profesión: economistas, políticos, observadores del mundo de las finanzas, analistas en general y cualquier otro escalafón que usted se imagine, se han puesto a estirar los ojos con el objetivo de vislumbrar el futuro, sobre todo el nuestro, el de Asturias, aunque sea sólo por una esquina.

Consecuentes con este furor de observación, se han producido infinitas teorías, cábalas múltiples y pronósticos más o menos variopintos. Si tuviéramos que hacer una síntesis de cuál es la opinión de los entendidos de turno -que, como siempre, son muchos más de los que han sacado el título- sobre el futuro deseable para nuestra región, habría que coincidir sobre todo en la falta de ideas, o, lo que es lo mismo, en la repetición de platos que se vienen utilizando con poca fortuna desde tiempos lejanos (aclaro que la poca fortuna hace mención a los que, como siempre, están acostumbrados a tener que apagar los fuegos de todas las crisis).

Modernidad, competencia, capacidad de generar riqueza, apuesta por las nuevas tecnologías, mejora en las comunicaciones? son algunos de los menús que se ofrecen en la carta, que, eso sí, y en letra pequeña, se ocupa al final del capital humano, un postre que siempre queda bien, aunque sólo sea para presumir en la sobremesa.

Como muestra del escaso interés con el que se promocionan algunos productos, sirva un botón, o, como en este caso, varias deshilachaduras. El argumento utilizado por el Principado para cerrar los Polideportivos de Riaño y de Pénjamo es el de la falta de rentabilidad. Pudiera parecer una broma de mal gusto -para los trabajadores que se ven arrojados a la calle no lo es, precisamente- el que un gobierno que lleva apellido socialista sea capaz de hacer cosas así, Pero, por lo visto hasta las fechas -y el calendario ya es bastante extenso-, no hay ninguna distinción entre las recetas tradicionales de la derecha (gestión, rentabilidad, resultados, en definitiva), y el modo de cocinar de esa izquierda que cada día se va pareciendo más a un azucarillo descafeinado.

Hace pocos días escuché a un socialista -y añado, de los de verdad, que sin duda quedan- referirse a los comentarios que harían muchos de sus correligionarios si salieran unos minutos de la tumba para tomar aire fresco. No sólo «correrían a gorrazos» -ésta fue la frase empleada- a quienes se han apoderado del puño y de la rosa, sino que -y esto lo añado yo- se apresurarían a regresar pronto a su refugio, por si acaso les cae a ellos también una lluvia de piedras de las que están de moda últimamente.

Alguien escribió que para conocer a un hombre lo mejor es revestirlo de un gran poder, y no parece que le faltara mucha razón. Sólo hace falta pensar en las políticas tan distintas que hacen los partidos, según estén en el gobierno o en la oposición, lo que demuestra que los fogones funcionan de acuerdo con las necesidades del mercado.

Mal ejemplo, pues, para quienes aún continúan creyendo en los remedios de la cocina pura. Es decir, la que sabe que el futuro de la especie depende no tanto de apresuradas mixturas, sino, y sobre todo, de la pericia y del grado de bienestar de los cocineros.