Era de noche, ya casi de madrugada, de un día de primavera de 1942. En la única habitación de la casa más «ruina» del Barrio Gonzalín, en Mieres, dormían en una cama tres muchachos de 21, 12 y 11 años y, al lado, en otra, su madre de 42 con sus dos hermanas de 16 y 10 años.

En medio del silencio y del miedo que reinaba en aquella casa, hacía apenas un año que habían fusilado al padre de 42 años por el único delito de confiscar una estufa, alguien llamó a la puerta, en el interior, a pesar de que aún no dormían, se dio la callada por respuesta. Aquellos días por el barrio, por todo Mieres y por toda Asturias, era normal que grupos de fascistas descontrolados, con la aquiescencia y complicidad del régimen franquista, se dieran una vuelta a altas horas, acompañados de la soberbia y el odio más visceral, a buscar hombres, mujeres y jóvenes muchachos para invitarles a dar un «paseo» en medio de las tinieblas.

Así, no era raro el día en que alguien apareciese muerto de varios tiros al lado del camino, otro día, aquél al que invitaron a «pasear» nunca volvió, de él nunca más se supo, jamás se investigó su desaparición, a pesar de que todo el mundo sabía que lo habían matado y enterrado «allí», justo no donde debía ocurrírsete jamás ir a mirar si no querías acompañar al cadáver donde este yacía.

En el mismo momento de aquella noche de 1942, cuando en la casa del Barrio Gonzalín se escuchaban cada vez con más fuerza los golpes en la puerta, un camión, acompañado de un coche que le seguía, transportaba seis hombres y dos mujeres con las manos atadas a la espalda en su caja, estaba previsto que cruzasen el Puerto San Isidro y llegasen a la cárcel de San Marcos de León horas después.

Alguien seguía aporreando la puerta, los golpes se tornaban cada vez mas violentos, dentro de la casa todos estaban tensos, el miedo que se olía hacia minutos, les recorría la columna vertebral y atenazaba sus gargantas, deseaban, suplicaban que aquello no fuese verdad, que no estuviese sucediendo. El aliento y los golpes del corazón se agolpaban en la garganta y la respiración apenas se quedaba en la boca, hasta que el chico mayor, con un hilo de voz, se acerco a la madre y le dijo: «No aguanto más madre, voy a abrir».

El ruido que producían el coche y el camión, abrían una brecha desigual en el silencio de la oscuridad, sentados en la caja aquél puñado de hombres y mujeres no hablaban, solo deseaban que no se detuviesen? por favor, que no se detuviesen?, acababan de pasar las tenues luces de Felechosa y las montañas del puerto, que apenas se percibían, parecían un muro infranqueable.

«Por tus hermanas y tu padre, que en paz esté, te pido que no abras», suplicó la madre, «no aguanto más madre», le respondió y soltándole las manos con firmeza pero con ternura le dijo: «Déjeme por favor» ambos sabían que, tarde o temprano, tendrían que enfrentarse al miedo, en aquel momento, con la resignación que sólo viven los que van a ser ajusticiados, la madre solo pudo bajar los ojos que estaban ya llenos de lágrimas y esperó.

La comitiva redujo la velocidad lentamente y aparcó al borde de la carretera, del camión bajaron cuatro hombres de uniforme y del coche lo hicieron otros cuatro que iban de paisano, todos ellos armados con fusiles y metralletas.

El muchacho se acercó a la puerta y respiró ampliamente llenando sus pulmones, el corazón palpitaba cada vez más rápido en su pecho, lo sentía en los oídos y en las encías de los dientes, pensó que si no contestaba inmediatamente perdería el conocimiento: «¿Quién llama?».

El portón trasero del camión se abrió al tiempo que se escuchó: «Vamos bajad, bajad», uno de los detenidos gritó: «¿Qué pasa, por qué paramos aquí? La respuesta llegó de uno que vestía de paisano: «Y a ti qué cojones te importa hijo puta». Otro con ropas de militar se apresuró a decir: «Vamos bajad, tenemos que echarle agua al motor que se ha calentado, bajad». Todos obedecieron, no dijeron nada más, deseaban, necesitaban creer en aquellas palabras y mansamente se apearon. «Colocaos allí, todos juntos y de rodillas», y a empujones fueron llevados hasta el borde del camino, haciéndoles arrodillarse.

«¿Vive ahí, Ramón el panaeru?», preguntaron desde fuera. «No, aquí no vive, ¿quién pregunta por él?», preguntó el muchacho. «Soy un campañeru d'el, ye que tenemos que ir a trabayar y ta faciéndose muy tarde», el muchacho abrió el cuarterón de la puerta casi con ira. «¿Quién coño eres?» al tiempo que preguntaba, percibió la figura de un hombre que se tambaleaba ebrio. «Soy Quelo oh, toy buscando a Ramón to la noche y?». El muchacho no le dejó acabar. «Vive dos casa mas arriba», le contestó y tras cerrar con brusquedad la puerta, apoyó la espalda contra ésta y deslizándose lentamente cayó de rodillas, y mientras sollozaba dejó que el miedo le fuese abandonando en silencio.

Su madre se acercó y le rodeó con los brazos apretándole contra sí tan intensamente como pudo, después todos sus hermanos le abrazaron, en ese preciso momento sintió como su cuerpo, agonizante, retornaba de la pesadilla.

La tarde de aquel día que se acababa, había llovido y el frío y la humedad del suelo se notaba en las rodillas a través del pantalón. Fue lo último que sintieron, el sonido de los disparos que reventaron sus cabezas solo los escucharon sus asesinos que, a patadas, empujaron los cadáveres un par de metros más atrás, justo donde días antes habían abierto una zanja para albergar sus cuerpos.

Aquella noche no le tocó morir a aquel muchacho de 21 años, aquella noche morían otros en Cabacheros, asesinados cruelmente por un grupo de fascistas resentidos.

El otro día oí a alguien que decía a mi interlocutor, de quien me había alejado unos metros tras hablar con él un rato de memoria histórica: «Tanta memoria histórica, tanta memoria histórica, yo lo que quiero ye que el mi fiu tenga trabayu, eso de la memoria no importa a nadie».

Por aquella madre y por aquellos muchachos que vivieron décadas con el corazón encogido sin marido y sin padre, por los asesinados y enterrados en las fosas comunes, por los que apostaron por la República y por la libertad, por todos los que dieron su vida por ella, ¡cállate, bocazas cállate, quién te pide nada a ti!

Fue tanta la pena y el desamparo, la miseria y el desprecio, fueron tantas las injusticias, fueron tantos los años teniendo que cruzarse por la calle con los asesinos de sus padres, de sus madres, de sus hermanos, de sus hijos..., se derramaron tantas lágrimas entonces, y aún quedan tantas por derramar?

Quien no lo crea, puede ir al Pozu Fortuna el día en el que se celebra el homenaje a los que allí fueron arrojados, y comprobará que son muchas las personas que se acercan a su brocal para «ver» a sus seres queridos a través de la tapa de cemento que lo recubre, así sabrá porque las flores que allí se depositan van cargadas de amor, de ternura y de admiración y salpicadas de unas gotas de rabia contenida y de impotencia.

El camión y el coche dieron media vuelta cumplido el encargo. Al llegar a sus casas, los asesinos aún tuvieron tiempo para dar las buenas noches a sus hijos y hacer el amor con sus mujeres, aunque todo ello debería ser muy rápido, al día siguiente tenían que llegar pronto a misa de diez, había que estar, como siempre, en primera fila.