A Santiago Alonso, «Santiagón de Morcín», a menudo se le cruzaban los cables. Cuando ocurrieron los hechos que hoy voy a refrescar, tenía 34 años, no hacía mucho desde que había salido de la cárcel y además contaba con dos condenas anteriores por lesiones y atentado a la Guardia Civil, de las que había logrado escapar huyendo a Cuba, para volver cuando consideró que ya había pasado el tiempo suficiente y que el olvido había ganado la partida a la memoria. Vino a trabajar a las minas de Turón, la distancia justa para estar cerca de su familia en Morcín, pero lo suficientemente lejos como para pasar desapercibido?salvo para el párroco de Peñerudes, al que le gustaba tener presente la historia de sus vecinos.

Porque tanto él, como su hermano Camilo, que le acompañaba a todas partes como una sombra, eran naturales de allí, donde aún vivían sus padres, Manuel y Clara, dos labradores honrados que sufrían en la soledad de su vejez las malas acciones de sus hijos y una carrera de errores que inició la recta final hacia el asesinato y la cárcel el día 8 de diciembre de 1904.

Todo tuvo su origen en una discusión que habían mantenido los hermanos Alonso en una taberna de Turón con otro conocido de Peñerudes; en un principio parecía que la cosa había quedado en nada gracias a la intervención de algunos compañeros del pozo, pero al llegar la noche Santiagón salió de casa armado con una navaja y un hacha y buscó a su víctima para agredirle sin que mediara nueva disputa. Primero le dio una puñalada e inmediatamente descargó un terrible hachazo sobre la cabeza de aquel pobre hombre que cayó herido sobre un charco de su propia sangre, de tal forma que el agresor dio por seguro que estaba muerto.

Afortunadamente no fue así, pero los dos hermanos no se quedaron a comprobarlo y salieron por pies hacia el monte, perseguidos en un principio por algunos testigos del hecho. Cuando lograron despistarlos pasaron por Buseco, una pequeña aldea en la que vivía un pariente lejano, entraron en su casa y recogieron algunas armas que éste tenía guardadas, planeando huir hasta Portugal antes de que la justicia les echase la mano encima. Luego, el razonamiento de Santiagón siguió la lógica de quienes no conocen los escrúpulos: había que conseguir como fuese el dinero necesario para el viaje y, ya sin nada que perder, podían aprovechar para ajustar las cuentas a un viejo enemigo, que además tenía la cartera bien repleta: don Francisco Alonso Álvarez, el párroco de Peñerudes.

El enfrentamiento con el cura había nacido en septiembre de 1903, cuando el clérigo había denunciado a Santiagón por amenazas, tras presentarse en su casa al sentirse aludido en un sermón contra los blasfemos, con un revolver en la mano y diciendo que estaba dispuesto a matar a todos los curas. Entonces Santiagón no había podido escapar a la prisión. Y por si fuera poco, los dos hermanos le culpaban también de haber influido ante la señorita de Mon, dueña del coto de Peñerudes, para que le desahuciara de las tierras que venía trabajando allí. Desde aquel momento la idea de la venganza se fue fraguando hasta que lo ocurrido en Turón aceleró su desenlace.

Desde Buseco los Alonso pasaron a Peñerudes y se refugiaron en el pajar de una vecina para dormir unas horas, pero antes de que amaneciese subieron hasta el torreón medio derruido que domina el pueblo y desde el que puede controlarse sin ser visto todo lo que ocurre en él.

Serían las seis de la mañana cuando el párroco madrugó para dirigirse hasta la iglesia a preparar la primera misa del día. Allí se encontraba ya una vecina, mientras el cura oraba ante el altar. Notó que Camilo, que nunca entraba en el templo, lo había hecho en aquella ocasión, aunque con la gorra puesta, y al verla daba media vuelta. Extrañada salió tras él y vio que afuera le esperaba Santiagón para volver a entrar junto a él.

-¿Qué vais a hacer? -Les preguntó alarmada.

-Vamos a matar al cura. -Respondieron- Y usted márchese, sino va a morir también.

Mientras la vecina corría hacia el pueblo pidiendo socorro, sonó una detonación. El párroco había recibido un disparo por la espalda, pero lejos de amedrentarse se levantó persiguiendo a Santiagón y agarrándole fuertemente de la chaqueta para impedir su huida; intervino también Camilo y entretanto llegó a la escena el sacristán Pelayo Cachero para mediar en la pelea. Entonces se desató la locura de los dos hermanos: a los disparos les sucedieron los navajazos y el sacristán cayó herido, mientras otra vecina que se había acercado a misa se arrodillaba ante ellos pidiendo clemencia. En cambio lo que se encontró fue el cañón de la escopeta de Santiago en su pecho, a la vez que podía ver como Camilo remataba al cura machacándole la cabeza con una piedra enorme que había arrancado de una pared inmediata.

Consumado el crimen, quedaba aún pendiente lo del dinero y a pesar de que el alboroto ya había despertado a todo el pueblo, los dos hermanos se dirigieron al domicilio de su víctima penetrando en él para amenazar a su madre y su sobrina mientras lo registraban todo. En la puerta, el joven Francisco Fernández los instó a salir y Camilo disparó sobre él fallando el tiro; se agarraron y Santiago bajó las escaleras realizando otro disparo que también fue al aire pero permitió a los asesinos iniciar otra huida hacia el monte.

Cuando la Guardia Civil de Oviedo recibió la noticia se envió una dotación hacia Morcín, pero entretanto los vecinos ya se habían organizado para salir en pos de los huidos pidiendo refuerzos en las aldeas vecinas. Finalmente, después de vaciar sus cargadores, los hermanos Alonso se rindieron arrojando sus armas junto a un arroyo en el que se habían detenido a beber y desde allí fueron llevados de nuevo a Peñerudes para esperar a la justicia.

La prensa contó que Santiago Alonso era delgado, de regular estatura, usaba bigote y tenía cara de verdadero criminal; mientras Camilo, que solo contaba veintiún años, también era delgado, un poco más alto que su hermano, barbilampiño y mucho menos antipático. En el registro se les encontró el cuchillo empleado en la agresión, que era de cocina, de treinta y cinco centímetros de largo y aún estaba manchado con la sangre de la víctima. Santiago también llevaba en sus bolsillos nueve pesetas y Camilo diez. Luego fueron conducidos en el tren correo de Trubia hasta la capital y allí quedaron presos e incomunicados, convictos y confesos de su crimen, mientras en Peñerudes el cadáver del párroco se exponía públicamente a los curiosos y los periodistas en el pórtico de su iglesia, colocado sobre una escalera y cubierto con un impermeable.

El lunes 30 de enero de 1905, se inició en la Sala de lo criminal de la Audiencia provincial el juicio en el que se iba a tratar el que en aquel momento se calificó como «el más sangriento que registra la crónica negra asturiana» y centenares de curiosos lo siguieron en la calle, esperando la entrada y salida de los encausados, rodeados de guardias civiles y siempre con el cigarro en la boca, pudiendo incluso hablar con ellos, alborotando siempre y siguiendo su chulería y la agresividad de sus miradas.

La sala, también repleta de público, estuvo presidida por el teniente fiscal de la Audiencia Celso Torres; la acusación privada recayó en Armando Argüelles Aza y la defensa en un abogado de turno rechazado por los acusados que preferían a Álvaro de Albornoz, quién después de despachar la causa, se excusó por enfermedad, aunque en los pasillos se comentó que su ausencia no era más que una disculpa para no tener que verse ante la versión de que la enemistad con el cura había tenido motivos más oscuros que los económicos.

Mientras la acusación apreció alevosía y premeditación, solicitando la pena de muerte y una multa de 20.000 pesetas, la otra parte sostuvo que en vez de lucha se había tratado de un intercambio de disparos ya que el asesinado también se había defendido a tiros, llegando a acertar a Camilo, aunque sin herirle porque la bala había tropezado con una moneda que llevaba en el bolsillo y pidió para Santiagón 12 años y un día de reclusión y 3.000 pesetas de indemnización y para Camilo la absolución por la eximente de imbecilidad. Y es que el doctor Sixto Armán, llamado al estrado, había certificado que Camilo era microcéfalo y la forma de sus narices, sus orejas y sus ojillos hundidos y sin expresión avalaban este diagnóstico.

¡Vaya caso, eh! Ahora, sentencien ustedes.