En mi último artículo en la prensa asturiana, intuí el carácter epilogal de la trayectoria de Joaquín Pixán, el Schipa asturiano, quien, agotada la sensibilidad de una sociedad artrítica, puso rumbo artístico hacia las cálidas latitudes sureñas de España. En cambio, nada hay de punto final en esta nueva aparición para comentar la obra de otro insigne asturiano, Xuan Xosé Sánchez Vicente, y, más en concreto, de su última novela «Retrato de desposados con panamá a su frente». Poliédrico relato que narra la historia de una casería, La Canga, desde su creación en los años veinte, bajo el impulso innovador del matrimonio formado por Lola y Laureano, hasta su venta y demolición en la década del presente siglo.

Si consideramos la trayectoria vital del escritor, era totalmente previsible que los distintos moradores de la casa sufriesen los sucesivos regimenes políticos del siglo XX. El recuento histórico, salpicado de algún momento melodramático al modo de un «Lo que el viento se llevó» y, en otros muchos, de un heroísmo a prueba de Gigantes, podría lastrar la atención del lector hacia somnolientas profundidades. Sin embargo, la plúmbea armadura histórica emergerá, desde el negro estructural, en luminiscentes colores verdes, azules y grises justo cuando el avezado escritor entrega parte de su pluma al poeta salvador del erial literario asturiano en el último siglo. En este sentido, no es difícil reconocer en los lienzos de Evaristo Valle a algún cura muñidor y glotón como el don Severino de la novela; un hacendado enamoradizo y galante como don Aurelio; un médico europeo y liberal a la manera de don Andrés; aquellos mendigos que todos conocimos y nada tenían de haraganería, sino de indomable humanidad como el probe Eusebio el Trapes; o a Terio, un asalariado a unas horas hombre y a otras tantas, máquina. Esta autoría societaria, que enriquece visualmente la trama construida por Sánchez Vicente, permite comprender, a su vez, la distancia que separa a Valle del resto de artistas: Asturies ha sido una patria sin poeta, pintada por el más descriptivo y jocoso de nuestros narradores.

Era muy probable, igualmente, que una línea de pensamiento técnico-económica guiase esta historia. Como en el punto anterior, sólo la cercanía de los aconteceres economicistas pudiera liberar la prolija anotación de los progresos propios de una comunidad occidental. A esa casa llega el primer signo de industrialización con la puesta en marcha de una fabrica quesera; también la mecanización, con la compra de una máquina segadora; la asociación agraria, de la mano de la primera cooperativa lechera asturiana; la comunicación, cuyos medios virarán por primera vez su objetivo hacia las gentes de campo; la profesionalización, al generalizarse la contratación laboral ajena; o la competición, con la pujanza de certámenes provinciales de ganado. Estas transformaciones alejarán la casería asturiana del antiguo régimen, del autoconsumo y, en muchos casos, de la mísera supervivencia, para instalarla, según palabras de John Berger, en la senda unidireccional del progreso, esto es, en una rentable granja capitalista.

Sin embargo, la singularidad de esta obra se halla en el dibujo de una sociedad que, satisfecha ahora en su esfuerzo pasado, desarrollada y en disposición al consumo, vencedora, cree ella, en la democracia, es convocada por una aldaba severa y misteriosa del pasado, por un arcano que pudiera golpearla, turbarla o enajenarla en su nuevo orden. Con una habilidad como pocos habíamos soñado, con una ductilidad sólo apreciable en más de una lectura, el escritor coloca esa máxima expresión del espíritu que es el canto, ese arte volátil y efímero del presente y a la vez mensaje corpóreo de los antepasados por repetición inmemorial y encadenada, en los más trascendentes ritos de paso cíclicos y vitales del ser humano. Laureano, por un lado, arrancará su voz al compás efervescente de la primera sidra; etílica y sublime culminación de las duras labores del año y de nuestra producción agropecuaria. En otra dimensión, como un secreto de alcoba, privado y reconcentrado fue el canto de Laureano el día de su matrimonio. A pulmón abierto, como interlocutora una inmemorial noche cósmica, desafiante con los hombres, con una rabiosa intención testamentaria, también cantará Laureano en la hora de su muerte brutal.

Aunque caminemos ricos y satisfechos hacia algún sitio, quizá un niño, un sueño o una canción nos recuerdan que una ancestral tierra inmóvil algún día nos reclamará sin excusas y lo hará, previo análisis de la idoneidad refertilizadora de nuestros detritos, con benevolencia hacia unos pocos y hacia casi todos, con justa impiedad.

Llegarán, sin duda, excelentes novelas de un autor que, a día de hoy, ha producido un perenne fruto en los sabidos ámbitos lingüísticos, las recuperaciones artísticas, la praxis política o la semiótica colectiva. El momento en que este visionario jovellanista, solapado entre eficientes virreyes ministeriales y torpes reyezuelos comarcales inhaladores de la energía, deje de caminar sobre el tiempo laberíntico de un pueblo que no merece más, nuestra delectación lectora se volverá doblemente literaria, doblemente gozosa. No nos importará que se mueva cerca del desubicado magicismo sudamericano o que, casualmente, caiga en las manos necrófilas de los insuperables escritores leoneses, siempre que abandone el trillado tiempo histórico y camine sobre un espacio detenido, sobre cualquier tierra. Sepa nuestro escritor que para nosotros Ainielle está ubicada en León, la Omaña de La fuente de la edad es una región semimontañosa de Asturies y que la próxima Canga pasará a llamarse, con toda seguridad, Thrushcross Grange. De momento, disfruten de esta novela que aún oscila entre lo prometeico y lo simbólico.

Ps. ¡Ah! no olviden que «Retrato de desposados» también es una magnífica novela policiaca. Hay dos asesinos, un solo cuerpo del delito y un testigo. Los confesos son un servidor breoganés del orden y un famélico educador emérito; la víctima yace en la morgue, inerme; y el desamparado testigo se suicida momentos antes de las vistas. Veamos si descubren ustedes el verdadero asesino. Una pista: l'enemigu, dende siempres, tá dientro.