Es propio de los seres humanos atribuir sus fracasos a fuerzas que están más allá de su control. El pasado dos de abril el presidente Zapatero aseguraba que su sucesor sería nombrado en unas primarias en las que, como secretario general, mantendría la más absoluta neutralidad. Pero la debacle electoral del 22 de mayo abrió definitivamente la caja de los truenos y el presidente rompió aquella promesa, sucediéndose los acontecimientos en un tiempo récord.

Tras la forzada renuncia de la ministra Chacón, Rubalcaba, avalado por el comité federal a propuesta de Zapatero, es ya candidato a la presidencia del Gobierno, y de no presentarse más aspirantes, será proclamado el próximo 18 de junio. Se escenificaba así una abierta lucha por el poder aderezada por un falso consenso. Una lucha interna que revela la carencia de nuevos líderes capaces de impulsar un verdadero cambio de rumbo político. El candidato Rubalcaba, como ministro y vicepresidente primero, fue coparticipe, por acción u omisión, de una forma de gobernar que originó el presente marasmo, causa del reciente varapalo electoral.

Cuando Zapatero controlaba realmente la organización de su partido, muy pocos dirigentes con influencia se opusieron a su desastrosa deriva política. Eran tiempos de la obediencia debida al líder, que imponía su criterio político sin mayores problemas.

Sobre la cuestión del liderazgo, el veterano socialista Joaquín Leguina escribió hace unos años que «sin ideas o con ideas, tan prestadas como cambiantes, se puede manejar un partido colocándose en el centro del aparato, y para ello no se necesitan ideas, ni inteligencia, ni grandeza de miras, ni liderazgo moral; basta con tener bien agarrada la cesta del pan y habilidad para repartirlo en el interior del partido».

En plena escenografía sucesoria disfrazada de servicio a la nación se augura desde la OCDE que España podría necesitar quince años para volver al nivel de empleo anterior a la crisis, que no alcanzaba el nueve por ciento. Este es el verdadero drama.

Por ello creemos que España no se puede permitir el lujo de alargar innecesariamente la agonía de un presidente (o de un poder bicefálico) cada vez atropellado por la realidad, prisionero de su propio partido y muy cuestionado por su política divagante y errática, sus ocurrencias y ensueños de gloria. Y carente también de un plausible proyecto nacional.

Para el ex ministro de Administraciones Públicas, Jordi Sevilla, uno de los críticos con la política de Zapatero, el fracaso electoral no se habría debido a la crisis mundial, sino a la gestión de esa crisis: por negarla primero, intentar espantarla luego y asumir finalmente un plan de ajuste que repartía los sacrificios de una manera muy desigual e injusta, perjudicando sobre todo a los más desfavorecidos.

Sevilla sostiene asimismo que el empeño de reducir la política a un ejercicio de confrontación partidista, más que ideológica, sería la causa de buena parte de los problemas actuales de España. Una manera de hacer política que obliga a primar el partido sobre los intereses de los ciudadanos. Y cuando la acción política partidista no está dirigida a resolver los problemas sociales, acaba siendo percibida como algo ajeno, que sólo interesa a los miembros de una casta política endogámica.