La caza suponía una de las prácticas de sociabilidad más significada en los medios rurales de la región, aunque entendida como una actividad lúdica tan sólo por parte de los estratos superiores de la sociedad durante muchos siglos. Paradigma del ocio aristocrático, desde tiempos remotos constituía toda una forma de entender el tiempo libre. La inclinación a las actividades cinegéticas, aunque se diese en todos los sectores sociales, adquiría un significado diferente según las características de los participantes. Para las capas hegemónicas la cacería era una ocasión de esparcimiento, de relación y negocio; para las clases populares, en cambio, era un medio de paliar los sinsabores de la subsistencia que podía incurrir en la ilegalidad. De este modo, la cacería era un acto social en el que se estrechaban los lazos de las elites, una celebración que servía de plataforma a las ambiciones políticas, sociales y económicas de quienes se veían implicados en la actividad.

La nobleza y los terratenientes fueron grandes aficionados a la caza y no dudaban en aprovechar las potencialidades cinegéticas de los cotos para colmar sus aspiraciones, y la montería solía derivar en banquetes y festejos. Por otra parte, se sabe de la existencia de expertos en organizar cacerías, siendo frecuente que algún cazador destacado proveniente de los estratos subordinados acompañase a los señores en sus «cuitas armadas».

En nuestros montes gozaba de gran predicamento desde antiguo la caza del rebeco, codiciado por su sabrosa carne y hermosa piel, y se cazaban además perdices, codornices, faisanes y otras especies en pequeño número. La caza revestía gran interés, y no sólo por su rendimiento económico, ya que los municipios subastaban frecuentemente cotos de caza, sino también por la importancia que se le otorgaba al exterminio de los animales dañinos, especialmente aquellos que causaban estragos a los ganados y a las tierras de cultivo. El jabalí era considerado el más abundante y terrible, ya que ocasionaba serias pérdidas en los sembrados de maíz y patata. Como sucedía en el resto de las esferas de la vida comunal, la caza también se hallaba reglamentada, no sólo por el municipio o la parroquia, sino también por la Junta General, que durante el siglo XVIII promulgó una serie de medidas referentes a la caza del oso, a cuyos ejecutores se premiaba; e igual sucedía con el jabalí.

En el diccionario de Madoz se recoge que las especies cinegéticas existentes en la comarca eran las perdices, las liebres, los osos, los zorros y los lobos -Bellmunt y Canella, medio siglo después, indicaban las que las especies eran osos, jabalís, robezos y corzos- y señalaba, por ejemplo, como el ayuntamiento de Sobrescobio premiaba con dos cántaros de vino a cada vecino que matase uno de estos últimos. A estos se les hacía caer en una trampa consistente en un foso en cuyo fondo se clavaban estacas puntiagudas. Una de estas se encontraba en Ladines, en el monte Caón, a donde los vecinos empujaban a las fieras en montería armando gran estruendo. También se les envenenaba con estricnina.

Era tradicional que los vecinos aprovechasen las nevadas del invierno para organizar monterías que solían culminar en una gran matanza de alimañas, habiendo años que en algunos lugares se habían cobrado hasta docena y media de ejemplares, aprovechándose su carne para hacer embutidos y cecina y constituyendo además un acto social y de ocio de primera magnitud.

Cuando se producían estas grandes nevadas se organizaban también partidas para recuperar los ganados que pudiesen permanecer en el monte, pudiendo llegar a estar formadas éstas por medio centenar de hombres. El diario ovetense «El Carbayón», por ejemplo, informaba en 1890 cómo, con motivo de una de ellas, se había formado una partida de catorce cazadores para ir al acecho del oso que estaba diezmando las colmenas de miel.

La Guerra Civil supuso una importante merma a la riqueza cinegética de nuestros montes, sucediéndose desde la década de los cuarenta medidas a fin de recuperar las especies afectadas. Estas iniciativas se materializaban, por ejemplo, a través de prácticas como la introducción de especies como la cabra hispánica, traída de la Sierra de Cazorla, o se hacía lo propio con ciervos foráneos. A ello, según rezaba la publicidad de la época, habría que sumar una «especie única en el mundo, el majestuoso urogallo, pieza inasequible al deportista modesto hasta que la Sociedad Astur de Caza se preocupó de su reproducción y multiplicación». Asimismo, a esta organización le era atribuida la mejora de los montes.

En los años siguientes continuaría la política de repoblación a fin de colmar los cazaderos regionales con las especies que escaseasen. En 1962, en efecto, se adquiría un lote de liebres en Extremadura para proceder a su suelta, y se hacían también introducciones de perdices -aunque por su alto precio no solían alcanzar un volumen de consideración- y se soltaban también unos pocos ejemplares de faisán. En cuanto a la caza mayor se procedía a la suelta de 19 gamos. En este momento el venado, cuya población autóctona había sido erradicada en el siglo XIX y había sido reintroducido en la década de los treinta y sobre todo desde los años cincuenta del pasado siglo, constituía una especie protegida.