Cuando Franco llegó al poder, se cambiaron todas las denominaciones de las calles que pudiesen tener alguna relación con las izquierdas, y sin embargo, los nombres de muchos miembros del ejército del siglo XIX, abiertamente liberales, fueron respetados, porque su condición de militares les hacia ser bien vistos por sus colegas del siglo XX, que suponían que ningún oficial podía haber llevado un uniforme con una ideología diferente a la suya. Así permanecieron en el callejero, por citar sólo a tres, Evaristo San Miguel, en Gijón o Juan Díaz Porlier y el mismísimo Riego -cuyo himno fue convertido por la República en símbolo nacional- en Oviedo.

En Mieres -a la inversa- sucede algo parecido con fray Paulino Álvarez, que también tiene una calle, y ha sobrevivido en democracia a la purga de nombres reaccionarios. Si ustedes quieren saber algo de este personaje, se les dirá que fue un insigne dominico, nacido en la villa el 14 de septiembre de 1850, famoso por sus predicaciones y autor de numerosas obras religiosas y biografías de santos. Y no es mentira; pero el hombre, además, fue muy conocido en su tiempo como activista a favor del pretendiente carlista Carlos VII, y de eso ya no se acuerda nadie. Sin otro ánimo que el de seguir conociendo nuestra historia, vamos a acercarnos hoy a esta faceta de su vida.

Fray Paulino realizó sus primeros estudios en el Seminario de Oviedo y tomó el hábito de la Orden de Santo Domingo en el Colegio de San Juan Bautista de Corias, en Cangas de Narcea, el 9 de octubre de 1868, desde allí fue destinado a Padrón y luego a otra media docena de conventos, recorriendo toda la península hasta llegar al de Vergara. En este último desempeñaba el cargo de rector en 1897, cuando los dominicos restauraron su provincia de Andalucía y le nombraron su primer Provincial.

El día de Reyes de 1898 tomó posesión de su oficio en Cádiz y empezó su trabajo en esa ciudad, pero cuando estalló la guerra entre los Estados Unidos y España, los frailes se mudaron hasta un antiguo castillo de Zafra, en Badajoz, que les alquilaron los Duques de Feria. Estaban allí el 14 de julio, con tanta prisa, que tuvieron que dormir varios días en el suelo mientras llegaban los enseres desde su antiguo convento, pero, mientras tanto, fray Paulino estaba ocupado en otra misión religiosa que por su cuenta decidió convertir en política.

Me explico: el día 29 de mayo de 1898, la Orden había celebrado su Capítulo General en Viena y entre los asistentes estaba el de Mieres, pero, cuando las reuniones terminaron, decidió desviar su camino de vuelta y viajar hasta el palacio de Loredán, en Venecia. Seguro que este lugar no les dice nada, pero deben saber que era la residencia de Carlos María de los Dolores Juan Isidro José Francisco Quirin Antonio Miguel Gabriel Rafael de Borbón y Austria-Este, nombres que no son los de una alineación de fútbol, sino los de una sola persona, el llamado Carlos VII por sus partidarios españoles, quien se había exiliado en 1876, tras su última derrota, y después de pasar por Francia, Reino Unido, Estados Unidos y México, estaba allí desde 1881.

Su madre le había regalado aquel palacio y desde su despacho seguía conspirando y recibiendo en audiencia a todos los prohombres del carlismo e incluso a los legitimistas opuestos a la República francesa, que, a falta de su propio pretendiente, lo consideraban el sucesor de Enrique IV, llamándole en consecuencia Carlos XI.

Hasta Loredán llegaban también toda clase de aventureros y conspiradores, algunos verdaderamente convencidos de que el triunfo de la Tradición todavía era posible, y en sus salas se elaboraban manifiestos y proclamas que en pocos casos dieron pie a revueltas en tierras españolas. Precisamente, un año antes de la visita de fray Paulino, había salido de allí el documento conocido como "Acta de Loredán" en el que se recogía lo principal de la doctrina carlista condensada en su lema «Dios, Patria y Rey».

Nuestro fraile estuvo tres días en Loredán, hospedado en el palacio por invitación del pretendiente, lo que da idea de la proximidad de su trato, pero en aquella pequeña y ficticia corte no faltaba de nada, ni siquiera traidores, de manera que cuando regresó a Madrid, la policía ya estaba prevenida de sus actividades y en cuanto lo tuvieron a la vista procedieron a identificarlo y a requisar sus maletas. De nada sirvieron sus protestas, y el registro, según se mire, dio resultado porque entre los papeles figuraban facturas y planos señalando los conventos de la Orden -en principio nada sospechoso- y junto a ellos una misteriosa carta firmada por don Carlos en la que le anunciaba el envío de una remesa de garbanzos para los novicios de Zafra.

Al cotejar los planos se vio que no coincidían con los lugares en los que radicaban en aquel momento los dominicos, lo que se explicó diciendo que incluían también aquellos puntos en los que ya habían estado y otros en los que pensaban estar, pero para las autoridades se trataba realmente de un plan para un levantamiento carlista en Andalucía y Extremadura y en cuanto a los garbanzos y los frailes, no debían de interpretarse más que como municiones y hombres comprometidos con la intentona.

En un intento desesperado de justificarse, el padre Paulino escribió una carta a la reina, a la que conocía personalmente, aunque fue inútil, porque ya estaba prevenida por sus consejeros y además tenía el convencimiento de que la actitud del fraile se debía a que estaba resentido porque ella no había influido para que le nombrasen obispo, de modo que no le hizo caso y dio la razón a sus perseguidores

Fray Paulino, cuyo mal carácter era conocido en todo el país, lo tomó tan mal que decidió quitarse la careta con otra misiva, en la que se declaraba inocente de cualquier conspiración, pero a la vez manifestaba su simpatía por don Carlos, asegurando que le sería fiel hasta la muerte y «no como cierta Archiduquesa que para ser reina de España había dejado de ser carlista», en una descarada alusión a la propia María Cristina, que se había convertido en la segunda esposa de Alfonso XII después de algunas veleidades de juventud al lado de la Tradición.

Un exabrupto que no hizo más que complicar las cosas en un tiempo en el que los ánimos andaban exaltados por la pérdida de la guerra de Cuba y cualquier aproximación al carlismo era mirada por lupa desde el Gobierno, ante el temor de que la población pudiese apoyar cualquier iniciativa que implicase un cambio de régimen. De modo que el cerco se cerró en torno al fraile y faltó poco para que fuese encarcelado, cuando no pudo justificar lo que había hecho durante aquellos tres días en el palacio veneciano. De nada sirvieron las amistades comunes ni los intermediarios que el dominico hizo llegar hasta la Reina; las ofensas habían sido tan graves que ella no dio su brazo a torcer y le negó un perdón, que por otra parte él no llegó a pedir nunca directamente.

Convencido de que su detención era cuestión de días, fray Paulino decidió huir del país. El 1 de Enero de 1899 renunció en Almería a su cargo de provincial y haciéndose pasar por otro miembro de su comunidad -el padre Orejas- se puso fuera del alcance policial; viajó hasta Cádiz y se puso a esperar, oculto en una casa amiga, la salida del primer barco para La Habana, que había dejado de ser una colonia española para convertirse en un lugar donde no solo se podía hablar y escribir libremente contra la monarquía alfonsina, sino que este tipo de actividades contaba con el apoyo de la población y las autoridades de la isla.

Cuentan sus biógrafos que fray Paulino era un personaje famoso, sobre todo en Andalucía, gracias a sus predicaciones y por ello fue reconocido inmediatamente por el capellán del buque, quién se acercó a saludarlo, desconocedor de los motivos que le habían llevado a embarcarse y estuvo a punto de echar abajo sus planes, pero al ver que lo ignoraba y que mostraba una actitud extraña, se dio cuenta de que pasaba algo extraño y decidió seguirle la corriente.

Ya en la isla, nuestro paisano compaginó su labor religiosa con una destacada actividad contra la corona española y los políticos liberales, a los que fustigó incansablemente publicando artículos en la prensa americana, hasta el punto de que se le prohibió volver a entrar en España. Cuando concluyó su trabajo en Cuba, pasó a Perú y hasta 1915 no pudo volver a su convento de Almería, cuando las cosas ya habían cambiado y el carlismo estaba definitivamente enterrado. Fray Paulino Álvarez murió en Palencia, donde había pasado la última Guerra Civil, el 21 de mayo de 1939, contaba entonces 79 años de edad y estaba casi ciego. Más tarde, en 1997, sus hermanos de orden, llevaron sus restos hasta Cádiz? Y allí sigue.