Afortunadamente, la libertad es un atributo de los hombres y cada vez que hacemos uso de ella nos volvemos más humanos. Por esta página ya han ido pasando algunos personajes que en la España convulsa del siglo XX decidieron cambiar de bando y pasarse al de enfrente, dando un vuelco a su vida. No nos interesan aquellos que lo hicieron forzados por la necesidad, aunque tampoco los criticamos, porque ninguno de nosotros puede decir que está libre de comulgar con esa postura hasta que las circunstancias no nos fuercen a demostrarlo. Los que merecen ser recordados son la minoría que meditó su decisión y obró con convencimiento asumiendo todos los riesgos.

Entre estos, destaca la figura del escritor lenense José Manuel Castañón de La Peña, nacido en 1920 en el seno de una de las pocas casas de la villa que contaba entonces con una biblioteca familiar, la de su padre, el abogado Guillermo Castañón Díaz-Faes, un hombre culto y con ideales de republicano moderado.

Allí aprendió a amar la literatura, sin saber aún que las letras iban a convertirse en su profesión, y allí también fueron prendiendo en él los comentarios que escuchaba diariamente a las numerosas mujeres que acompañaron su adolescencia: su propia madre, dos tías de su padre, que vivían con ellos y cuatro hermanas, además de otros dos hermanos. La mayoría, según los testimonios que recogieron en su día los biógrafos de nuestro escritor, cristianas practicantes, de misa diaria y como tal, alarmadas por los sentimientos anticlericales que en aquellos años crecían en España.

De manera, que nadie se extrañó cuando, al inicio de la guerra civil, el joven e impulsivo José Manuel decidió abandonar, sin avisar a los suyos, la cuenca minera, donde las izquierdas eran mayoría, para vestir una camisa azul y huir junto a un amigo hasta el pueblo leonés de Caldas de Luna. Tardó poco en incorporarse a un Batallón de Infantería con el que participó en la liberación de Oviedo, la católica capital de Asturias en la que se habían atrincherando los franquistas tras el alzamiento contra la legalidad republicana. Nuestro hombre actuaba convencido en aquel momento -como tantos otros- de que la razón estaba de su lado y con la valentía que impulsa a los jóvenes combatió en primera línea hasta que una bala buscó la carne y se alojó en su mano derecha inutilizándola para siempre.

En cuanto José Manuel Castañón cumplió los 18 años, alcanzó el segundo requisito exigido (el otro era tener el bachillerato) para convertirse en Alférez Provisional, un grado creado por el ejército sublevado en septiembre de 1936 para organizar a la multitud de reclutas que se incorporaron a la contienda. 23.000 estudiantes pasaron por las academias militares para realizar un curso acelerado del que salían con una estrella de seis puntas en el pecho para ser los primeros en entrar en combate; murieron tantos que la fantasía popular llegó a decir que su vida media en el frente era de menos de media hora, pero el de Lena tuvo suerte y pudo ver la victoria de los suyos.

La guerra no había hecho más que fortalecer sus convicciones y en aquel momento, desoyendo los consejos de su padre, tuvo claro que su futuro pasaba por la milicia; de la península pasó a los cuarteles de Marruecos y, en cuanto escuchó el llamamiento para combatir el comunismo en Rusia, corrió a presentarse para dirigir una sección de voluntarios. En la División Azul escribió un relato de su aventura cotidiana, que mantuvo inédito hasta 1991, cuando salió a las librerías con el título «El Diario de una Aventura».

Cuando regresó, seguramente ya empezaba a ver las cosas de otra manera. Volvió a los estudios para licenciarse en Derecho por la Universidad de Oviedo en 1945; se casó con su prima Nieves, de la que se había enamorado antes de la locura bélica con un sentimiento que entonces volvió a aflorar para no irse nunca. José Manuel Castañón, ya asentado en la capital de Asturias, podría haber aprovechado su historial para conseguir alguna prebenda en la nueva España de Franco, pero las dudas ante lo que veía cada vez eran más grandes y el desencanto dio paso primero a la desilusión y luego al arrepentimiento. Sus críticas a la política del régimen por el que había derramado su sangre y la de muchos otros, cada vez se hicieron más acidas y desde su bufete pudo conocer la otra cara de la moneda y el sufrimiento de los vencidos y de sus familias.

En 1953 cambió su domicilio a Madrid, donde fundó la revista «Aramo», con monografías sobre las provincias españolas, pero comprendiendo que la represión y el miedo cercenaban las peticiones de los perdedores, que no se atrevían a reclamar los derechos más mínimos, entendió a aquellos que había tenido en la trinchera de enfrente y se convirtió en la voz de su protesta; hasta el punto de que fue acusado de fomentar la subversión por sus antiguos compañeros, juzgado y condenado a purgar en la prisión su conversión a las ideas igualitarias.

A veces el destino juega sus cartas de la manera más inesperada, José Manuel Castañón ocupó su condena escribiendo otro relato largo «Moletú-Volevá», calificado por él mismo como «la novela de la locura dolarista», una sátira de la sociedad de consumo. Desde el momento de su publicación se convirtió en uno de los libros mejor tratados por la crítica a mediados de la década de los 50, con un argumento que cobra actualidad en el tiempo presente y que de manera inexplicable supo burlar a la rígida censura del momento que pasó por alto textos como esta parodia de Padrenuestro que enseña Macuto, su protagonista, un pacífico loco predicador de la fe en el dinero:

«Padre Dólar, rey del bien, que estás en los Bancos, santificada sea tu presencia, hágasenos tu transferencia así a los macutonianos como a los desperrados. El dólar nuestro de cada día, apetecido por cristianos y mahometanos, dánoslo en secreto a los macutonianos; no le des en pequeña cantidad para sufragar placeres, vicios y mujeres, y no nos dejes caer en la miseria; mas líbranos de tu ausencia, Amen».

Aquel éxito le abrió un camino hacia la literatura que no iba a abandonar hasta su muerte, aunque para seguirlo el autor tuvo que abandonar su país y buscar nuevos horizontes, y lo hizo rompiendo conscientemente con su pasado: tras renunciar a su graduación militar -que entonces ya era la de capitán-, envió una carta al gobierno español solicitando que la paga por su herida en el combate le fuese entregada a algún excombatiente republicano que estuviese en su misma situación.

Su primer destino fue Francia; desde allí se fue a Genova donde embarcó rumbo a Venezuela para dedicarse exclusivamente a escribir y en cuanto tuvo la certeza de que ya podía ofrecer un porvenir a su familia, reclamó la presencia en Caracas de su mujer y sus cinco hijos.

José Manuel Castañón permaneció dos décadas en América, viajando por todo el continente, donde se le conocía tanto como por su propia producción como por sus dotes como rapsoda a la hora de recitar a los poetas de habla hispana de ambos lados del Océano; pero mantuvo siempre dos referencias personales: la Venezuela bolivariana y la admiración por la obra del peruano César Vallejo. Siempre que tuvo ocasión, manifestó su querencia por la poesía, a la que consideraba un arte superior a la prosa, pero sin embargo, el pasó a la historia de la literatura como novelista con una larga lista de éxitos en los que supo mezclar la ficción con sus propias vivencias: «Bezana roja»; «Pasión por Vallejo»; «Una balandra encalla en tierra firme», escrita en el barco que le condujo a tierras venezolanas; «El virus»; «Encuentro con Venezuela»; «Confesiones de un vivir absurdo»; «Andrés cuenta su historia» (la novela de un español que combatió en los dos bandos)?

No regresó a España hasta 1977, tras la muerte del dictador, para dedicarse a reeditar aquí sus libros, pero su recuerdo no se perdió al otro lado del mar. En 1983 fue nombrado hijo adoptivo de Santiago de Chuco, lugar de nacimiento de César Vallejo y cinco años más tarde recibió la máxima condecoración cultural venezolana que le impuso Rigoberto Enríquez, entonces embajador del país que le había acogido. El acto de entrega tuvo lugar en Pola de Lena -respetando su deseo de que la ceremonia se hiciese en Asturias-, y años más tarde su patria chica también reconoció sus méritos nombrándole hijo predilecto del concejo, en abril de 1999.

José Manuel Castañón de La Peña, el hombre que tardó en descubrir su propia libertad, falleció en Madrid en el año 2001; su obra sigue viva y recordarla nos trae un poco de aire fresco.