«En la cárcel de Laviana, / todos estamos con pena. / Mio madre llora por mí, / yo lloro por mió morena. / Salí al patio de la cárcel, / miré al cielo y dí un xemíu?/.

Seguramente los mayores han oído cantar muchas veces estos versos anónimos, mientras que a sus hijos les resultarán más familiares las referencias a este lugar de penitencia y redención laica que aparecen en conocidas composiciones del grupo Nuberu, como «Per cuatro palos que di» o «El Chamiceru». Y es que los calabozos de Laviana han inspirado con diferente fortuna a los poetas del Nalón y también a ciudadanos anónimos que durante décadas fueron alimentando su leyenda de chigre en chigre, haciendo que su fama llegase hasta los últimos rincones de Asturias.

Aunque, si nos atenemos a los hechos, podemos comprobar como, una vez más, la realidad histórica vence a la fantasía y aquí no hacen falta exageraciones para justificar que esta prisión tenga su propio capítulo en la historia de la Montaña Central.

La cárcel de la Plaza de la Pontona nació dentro del proceso iniciado en España a mediados del siglo XIX, cuando se abordó con seriedad la necesidad de construir edificios dignos para sustituir a los penosos calabozos que se multiplicaban por todo el país, albergando a la numerosa población penitenciaria de aquel tiempo. La idea, que se puso en práctica en nuestra región entre 1846 y 1862, pasaba por dotar a cada Villa Mayor de juzgado y cárcel propios, y Laviana fue una de esas localidades, con el objetivo de que su área de influencia abarcase a los concejos más próximos.

Relatar todas las anécdotas y vivencias que ocurrieron en sus celdas sería el argumento para un buen libro, porque a través de ellas se puede seguir el hilo de lo que iba aconteciendo de puertas afuera; pero es una labor ardua, igual que intentar contar algo sobre cada persona que dejó allí un poco o un mucho de su libertad. Pueden suponer que intentar resumirlo en esta página es absurdo, por eso me voy a limitar a referirles unos casos curiosos sin otro ánimo que el de entretenerles unos minutos.

Un ejemplo del carácter peculiar de este sitio, lo escribió el magnífico cronista Albino Suárez, contando que en la década de 1920, una interna llamada Concha de la Cabaña, cantaba tras las rejas de las ventanas de tal manera que llamó la atención de los vecinos, llegando oídos del alcalde, que entonces era Arturo León Zapico, el cual, escuchando la voz sonora y armónica de la prisionera, ordenó que fuera puesta en libertad, y con ella, los demás, que como ella habían sido detenidos, que eran un grupo de jóvenes apresados por tirar piedras a la Guardia Civil desde algún canto del pueblo de Ordaliego, en el valle de Tiraña.

Y es que allí fueron dando con sus huesos ciudadanos anónimos que se limitaron a dormir la borrachera de una mala noche, otros con peor suerte que habían manchado sus manos de sangre en rencillas inesperadas o momentos de desesperación y también delincuentes habituales como los integrantes de «La partida de La Cebosa», que aterrorizaron a los pueblos altos de los concejos mineros, hasta su detención en 1883; Rufino Díaz «El Cucao», un ladrón de poca monta que acabó haciéndose famoso por sus fugas en 1897 o Benjamín González «El Bárgana», quien prefirió suicidarse antes que ser detenido por la Guardia Civil en noviembre de 1927 tras asesinar al cajero de las minas de Buferrera cuando transitaba en moto por la carretera de Covadonga, en un suceso que conmovió a la sociedad de su época.

Todos ellos ya han ido apareciendo por estas Historias Heterodoxas en otras ocasiones, pero además, la cárcel de Laviana también sirvió de reclusión para hombres y mujeres que fueron detenidos en los vaivenes políticos del siglo XX. Militantes obreros como el cenetista Aquilino Moral, por ejemplo, quien estuvo encerrado en ella durante seis meses tras la huelga de 1917, hasta que al ser sobreseída su causa recobró la libertad. O, por citar solo a un par de nombres entre centenares, a fugaos como Andrés «El Gitano», el penúltimo guerrillero asturiano, muerto en 1952, quien fue detenido cuando aún no pensaba que iba a acabar huyendo al monte, por celebrar públicamente con un amigo la victoria aliada en la II Guerra mundial; o el recientemente fallecido Manuel Alonso González «Manolín el de Llorío», que hasta sus últimos días mantenía vivos en su memoria los detalles de aquellas celdas.

Aunque sus muros tienen el dudoso privilegio de haber albergado también a otros presos de diferente condición política. Durante la revolución de 1934, fueron encerradas allí más de cuarenta personas, entre guardias civiles, derechistas, ingenieros como Ramón Rodríguez y Ricardo Rúa y los sacerdotes Aurelio Sánchez, párroco de Santa Bárbara y Saturnino Menéndez, párroco de San Andrés de Linares, quienes tras ser liberados manifestaron no haber tenido quejas sobre el trato de sus guardianes, al contrario de lo que ocurrió con José Castaño, el cura de Piñeres, capturado en Tolivia, adonde había podido llegar tras el incendio de su iglesia, reconocido a pesar de disimular su condición vestido con un traje de seglar y que estuvo a punto de perder la vida en el trayecto hasta Laviana cuando los más exaltados insistieron en fusilarlo.

La historia de esta cárcel tiene también, como es lógico, sus propias fugas; algunas se hicieron sin sangre, pero otras fueron más violentas: en la que se produjo en septiembre 1924, los internos huidos llegaron a herir al Jefe de la prisión. Y para que no falte de nada, contó incluso con su propio asalto al puro estilo de La Bastilla francesa. Ocurrió unos meses antes de los sucesos del Octubre Rojo, el 19 de febrero de 1934, momento en el que un numeroso grupo de obreros echó abajo sus puertas para liberar a los presos sociales, ante la pasividad de las fuerzas del orden, que asustadas por el número de los revoltosos, decidieron no enfrentarse a ellos. Por cierto, que las crónicas aclaran, que a pesar del éxito del ataque, algunos detenidos no vieron claro su futuro y prefirieron permanecer en sus celdas.

Una casualidad en forma de curiosa polémica, que se produjo en 1911, entre quienes denunciaban las deficiencias de la prisión, representados por alguien que firmaba la protesta con su apellido, Zapico, y los vigilantes, que las negaban, nos permite conocer como eran las cosas en su interior, aunque cada cual puede formarse su propia opinión sobre la realidad de lo que allí se vivía.

El que protestaba, lo hacía diciendo que los internos pasaban frío porque se les negaban las mantas, que los vigilantes se quedaban con las celdas más saneadas, mientras en las de los presos abundaban las humedades y además era frecuente hacinar a varios reos en un espacio reducido, y además se sentían estafados porque sus guardianes no dudaban en pasar el tiempo iniciando juegos de azar con ellos y tenían serias sospechas de que siempre ganaban porque hacían trampas.

La replica la dio en el diario «El Noroeste» el vigilante Pelegrín González, rebatiendo todas las acusaciones. Con respecto a las mantas, manifestó que mientras el reglamento disponía que cada recluso dispusiese de una, en Laviana se les entregaban dos, seminuevas pero fuertes, e incluso si algún enfermo necesitaba más abrigo, no se dudaba en proporcionárselo.

En cuanto a las celdas, tampoco era justa la demanda, porque la cárcel estaba bien situada y ventilada, y en ella todos los lugares eran igualmente buenos y no existían diferencias entre personas; afirmando de paso que los carceleros solo se reservaban una celda, y eso no siempre, y que si había más de un preso por habitación era porque algunos pedían un compañero para no estar aburridos, e ironizaba el vigilante de esta forma: «Ahora bien, creo que a un conjunto de dos no llame el señor Zapico aglomeración».

En último lugar, lo que más indignación causaba en el ánimo del carcelero, era lo del juego, ya que la ley lo prohibía expresamente para los funcionarios de prisiones y él aseguraba que ni en Laviana ni en otros lugares en los que ya había trabajado se daba esa circunstancia, salvo con los que estaban autorizados, y que la labor que cumplían con escrúpulo los vigilantes era la de ayudar en cuanto podían a los presos.

El final de la cárcel de Laviana fue el mejor que puede suponerse para un establecimiento penitenciario, después de haber caído en desuso, su estructura sirvió para levantar la Casa de la Cultura de la villa, haciendo realidad aquel viejo sueño republicano de cambiar los grilletes por libros.