Durante la campaña electoral, dirigentes políticos de uno y otro signo han proclamado sin pudor que la enseñanza, la sanidad, la dependencia y las pensiones eran derechos «sagrados e intocables». Derechos que no se verían afectados por los recortes y ajustes que se pudieran aplicar para salir de la crisis. Pero ya sabe que en el mundo de la política, donde se suele mentir con palabras verdaderas, hay pocas cosas que puedan considerarse sagradas. Por no decir ninguna. Lo que ha sido de aquellas promesas a la vista está. Sería deseable que los políticos pontificaron menos sobre los derechos de los ciudadanos y se preocuparan más de respetarlos.

Abundando en uno de esos derechos citados, lo cierto es que al sistema educativo se le confieren con frecuencia poderes casi taumatúrgicos. Se arguye que bastaría una recta educación para resolver la mayor parte de los problemas sociales que nos aquejan. Y con una visión más bien apocalíptica, H.G. Wells, el autor de «La guerra de los mundos», estaba convencido de que la historia humana era siempre una carrera entre la educación y la catástrofe.

Por otra parte, la realidad educativa española tiene algunas carencias llamativas. Así, mientras cuatro equipos de fútbol españoles están situados entre los veinticinco primeros del mundo, no hay ninguna universidad entre las cien primeras. Y el número de patentes españoles es seis veces menor a la media de la Unión Europea. También se estiman mediocres los resultados en la enseñanza secundaria, comparados con países europeos de semejante entidad. Más allá de la valoración que merezcan estos datos, muchos especialistas coinciden en que el sistema educativo español carece de objetivos precisos. Objetivos que además de aparecer disueltos en las distintas comunidades autónomas, se presentan a veces de forma confusa y trivial. Por ejemplo, hace algún tiempo, la presidenta del Consejo Escolar del Estado llegó a proponer que «cara al futuro una de las mayores necesidades de la comunidad educativa pasaría por ofrecer a los estudiantes unos planes de estudios donde estuvieran planteadas sus aficiones». Una propuesta más cercana a un juvenil eslogan lúdico («móntatelo a tu gusto») que a un proyecto educativo sensato.

Decía Ortega que en España nos faltó el gran siglo educativo. Y en las dos últimas décadas tampoco existió un plan que tuviera un verdadero alcance nacional. Sobre este asunto, distintas organizaciones docentes vienen reclamando que el sistema educativo sea garantía de la cohesión territorial y social de España (igual que se reclama con otros propósitos la unidad de mercado), de tal manera que asegure la movilidad geográfica y la igualdad efectiva de oportunidades para todos los españoles, con independencia del lugar en que vivan o fijen su residencia. El tan propagado pacto de Estado por la educación, que buscaba fundamentalmente una estabilidad legislativa por encima de los intereses partidistas, ha fracasado, entre otras razones, por la oposición de los gobiernos de las autonomías con mayor implantación de grupos nacionalistas, que hicieron valer sus «hechos diferenciales».

Volviendo al principio, creemos que si algo puede considerarse sagrado es la formación de la persona. Para ello se necesitan planes, programas y fines docentes rigurosos. Y hoy más que nunca resulta indispensable un Estado sólido, sin desgarros internos, para poder competir y afianzarse en un mundo cada vez más vertiginoso y complejo.