Podríamos preguntarnos si están ya muy lejanos los tiempos en los que la calle pertenecía a un reducido grupo de personas que llevaban mucho tiempo confundiendo los edificios y las aceras, e incluso los adoquines, con el patio de su casa. La respuesta sería sencilla para unos, si sólo se tuviera en cuenta el mapa de distancias, mientras que otros podrían opinar que, a pesar de los cambios en las fachadas, nuestras pulsiones internas como ciudadanos continúan siendo controladas por los mismos de siempre. Me refiero, naturalmente, a los que siguen decidiendo los pasos que debemos dar para que no se ensucie mucho el pavimento.

Que los estudiantes hayan salido a la calle a protestar por lo ocurrido en Valencia es una buena noticia. Y, sobre todo, una clara demostración de que la policía, a pesar de los cambios de color, continúa prefiriendo el inconfundible gris, de tonalidades intensamente represivas, con el que están más habituados a relacionarse. Basta con escuchar las declaraciones del jefe de la policía de Valencia, calificando de «enemigos» a los estudiantes que protestaban por los recortes en educación, para darse cuenta de que siguen añorando el monopolio callejero al que, de una forma tan brutal, se dedicaron durante el antiguo régimen. No vendría mal preguntarse cómo es posible que semejantes personas estén al frente del cuerpo de policía, pero ello nos llevaría a profundizar en tantas grietas y en tantos socavones que se taparon de una forma apresurada y falsa durante la denominada Transición, lo cual haría sacar las vergüenzas a más de un político responsable de aquellas tareas de desescombro.

El miércoles pasado coincidieron en Oviedo, si bien, no a la misma hora, dos actos de protesta. El de la mañana, protagonizado por los estudiantes que se solidarizaron con sus compañeros de Valencia, y el de la tarde, con motivo de la concentración contra la reforma laboral. Visto desde un balcón de la calle Uría, quizás se podría pensar que se trataba de dos circos diferentes, que habían coincidido en Oviedo para presentar cada cual sus mejores atracciones. Una visión que cambiaría por completo si la atalaya a la que nos asomáramos estuviera situada en alguno de los barrios de la ciudad o en las zonas marginales del perímetro urbano. Entonces, la atracción circense se convertiría en un mismo decorado de ruina y creciente desolación que, necesariamente, tienen que abocar en un escenario común.

Vaya como prueba la pregunta que una joven estudiante de Magisterio le hizo a una amiga y compañera mía de trabajo esa tarde. ¿Nosotras -iba en compañía de otras estudiantes- tenemos que estar aquí?

La respuesta fue inmediata. Formamos parte del mismo itinerario humano (la edad es tan sólo la huella de los caminos que hemos recorrido, añado yo), y la reforma laboral tiene los tentáculos tan grandes que devora por igual a unos y a otros. Mujer y menor de treinta años, el panorama que se divisa no es, precisamente, muy alentador para vosotras. Y, además, todo indica que el escaso bosque que aún queda en pie acabará ardiendo por todas partes, y dentro de poco tiempo.

La frase de Lyndon Johnson continúa teniendo la misma vigencia de siempre: «No hay problema que no podamos resolver juntos, y muy pocos que podamos resolver por nosotros mismos».