Eramos vecinos y compañeros de juegos cuando iniciamos el bachiller. Teníamos diez años y ambos acudíamos a clase jugando a los banzones entre Lada y el Frailín, cuando aún la carretera estaba sin asfaltar. Guardo en mi memoria la imagen de los bordillos -esos bloques de piedra o granito, o lo que sea- que estaban apilados y en línea a lo largo del camino. Casi no había circulación de automóviles. Y así, un día tras otro y un curso tras otro hasta que fuimos perdiendo contacto. En aquellos años llegamos a ser muy amigos. Ahora, y ya desde nuestra juventud, nos vemos muy poco, pero aquel recuerdo mantiene una cariñosa relación entre nosotros. Ayer le avisté de lejos y, atento, se acerco a mí. Nos dimos un cordial apretón de manos y empezamos a charlar acerca de lo que se habla en estas ocasiones: «Cuánto tiempo», «¿cómo te va?», «te sigo en el periódico»?, y tópicos por el estilo. Lo encontré más delgado, y se lo dije. Perdí trece kilos, me contestó. «Me separé de mi mujer hace tres meses». Y me lo contó con todo detalle. Después de treinta años de matrimonio pasan estas cosas.

Él mismo la introdujo en esto de la informática, en Internet y en las demás redes sociales. Aprendió rápido. Empezó a acostarse cada vez más tarde, a las cuatro o cinco de la madrugada y, evidentemente, se levantaba a las once e incluso después. Según ella, jugaba virtuales partidas de parchís con alguna amiga, o amigo. Mucho juego virtual, pensó él. Y se le alertaron todos los sentidos. Sin someterla a estrecha vigilancia, fue anotando datos, y comprobando que su esposa tenía un lío cibernético a través del chat. Todo lo indicaba. Y profundizó en sus investigaciones. Un buen día creo una cuenta ficticia de e-mail y, haciéndose pasar por otro, conectó con ella en la red, percatándose, para su desgracia, de que sus sospechas eran fundadas. Habló con ella?, seguía jugando al parchís. Dominaba las técnicas, pero él sabía más, pues no en vano la había enseñado, de manera que llegó un momento en que pudo leer sus conversaciones con su presunto rival de parchís. Lloró, observando diálogos subidos de tono, obscenos en cierta forma. «Pero, ¿cómo es posible que me esté engañando con otros, siéndome infiel, cuanto menos en pensamiento y tenga el descaro de darme un beso cuando llego, o llega, a casa?», se preguntaba. Ella también sospechaba que uno de los fulanos con quien chateaba era su propio marido, y así se lo dijo. De manera que, estando juntos, ella recibió mensajes del fulano «un cómplice de su marido que suplantó su personalidad» lo que la tranquilizó para seguir jugando al parchís hasta que mi viejo amigo vio que la cosa no tenía remedio y dijo «basta ya». Descubrió sus cartas y ella confesó. Acordaron separarse y lo hicieron civilizadamente, pero eso es lo de menos.

No es difícil extraer conclusiones de esta triste y real historia que, como tantas otras «algunas más crueles aún», suceden a diario a causa de los avances de la ciencia y, sobre todo, de la informática. Como todo lo bueno, esto debe de consumirse con prudencia porque los excesos siempre acaban pasando factura. Mi querido y viejo amigo me ha dado permiso para escribirlo. Y siento mucho hacerlo. De veras.