Hace unos días hablábamos de los amigos y uno de esos perseguidores que siempre tiene uno como lector, tuvo la indelicadeza de llamarme para preguntarme: «Oye, y de los enemigos, ¿qué?». Lo pensé un poco, no mucho, y después de hacer un discreto examen de conciencia, sí me acordé que alguno sí que tengo por ahí suelto -amarrados ninguno, por supuesto, porque no puedo con ellos y, además, tampoco se dejan- y fue cuando entonces tuve la infeliz idea de? Adelante con los faroles.

Lo primero que me vino a la mollera fue aquello del catecismo del Padre Astete y que tanto repetimos desde bien pequeños, hasta el primer curso de bachillerato que el canónigo, don Amador Juesas, aún nos perseguía con aquellos enunciados tan rutinarios. «Los enemigos del alma son tres: el demonio, el mundo y la carne». Lo del demonio estaba clarísimo, quiero decir mejor, oscurísimo, porque de aquella la Santa Madre Iglesia nos metía tal miedo con aquella figura y su «jefatura» infernal, que desde bien renacuajos aquel dogma de fe lo teníamos grabado, nunca mejor dicho, a fuego. Lo del mundo ya era algo más genérico y poco nos ayudaban a entenderlo hasta más adelante. Bueno, bueno, pero cuando llegábamos a la carne? Vamos a ver, ¿cómo se le explica a un crío de 6 años aquello de la carne? Pues no, no nos lo explicaban, aquello se leía, se aprendía de memoria y tira millas. El Padre Astete no ampliaba un concepto?, ¿cómo coño se iba a ampliar, de dónde y para quién? Si los mayores eran los que sí podían saber y conocer que aquello de la carne no era precisamente de las reses que comíamos, ¿cómo se les traducía a los pequeños? ¡Qué tontería! Al igual que cuando se llegaba al mandamiento de la ley de Dios que decía bien claramente el mismo catecismo: «No desearás la mujer de tú prójimo». ¿A los 6 años? Si a esa edad no se sabía ni lo que era el prójimo. Las incongruencias se sucedían, al igual que cuando llegaba la fecha del Domund, nos daban una hucha para que pidiéramos por las calles para los chinitos. Un día se me ocurrió preguntar cómo era aquello de los chinitos y la respuesta fue genial: «Pide mejor por los indígenas»: la jodimos, tía Paca. Porque, creo recordar, que hasta mis 12 o 14 años que sentí curiosidad de mirar un diccionario, no descubrí que el indígena era yo mismo. Luego, más adelante, el concepto se nos amplió pidiendo dinero para las Misiones y, entonces, se abrió el horizonte y los conceptos se clarificaron. Y digo yo, después de este galimatías que les organicé desde el inicio, ¿dónde están los enemigos? Sencillísimo y no mucho tiene que molestarse en conocerles, usted y yo.

Verán, sale a la calle y a la vista tiene al primer hijo de mala madre que no se para cuando usted intenta cruzar el paso de peatones; cuando entra en un organismo y desde el conserje o portero que tiene a la entrada, a usted ya le apetece dar la vuelta por lo desagradable que es el tipo; el entrar en una tienda y ser usted el que está obligado a comprar y no el «otro» a vender; el ir a la consulta de un «hechicero», mis disculpas, doctor en medicina, y toparse con el tipo más engreído del mundo que, en vez de haber pasado por una universidad y, supuestamente, haber hecho el Juramento Hipocrático, le despacha como un mal tendero y, encima, no le explica por dónde se introducen los supositorios -recuérdese el chiste de Pinón y Telva-; y?, ¿quiere más enemigos? Los hay «a punta pala». Así que dejémoslo por hoy y hasta otro momento. ¡Ah!, pero soseguémonos.