Un montón de veces les tengo confesado que, salvo honrosas excepciones, los bares y restaurantes no suelen ser establecimientos que frecuente y no, creo yo, por ser tacaño ni alérgico a locales cerrados. No, simplemente porque me acostumbré a no tener esa inercia que, otros de mis amigos, parecen guiarse por una?, ¿sabia costumbre? Pero eso no quita que, de ciento en viento, se me apetezca entrar en cualquier local al uso y tomar un refresco de cola, naranjada o un chocolate con churros. Y aquí he llegado a donde quería.

Así que, días atrás, entré en una cafetería donde suelen tener una extraordinaria marca de helados y en donde siempre pido dos grandes bolas coronadas con nata. Pero una cosa son las intenciones y otras el olfato. Al sentarme, en la mesa de al lado había dos mozas que mojaban sin piedad churros en un tazón de chocolate y como, a Dios gracias, el olfato me funciona de maravilla, no dejó de alcanzarme ese olor tan característico del cacao caliente, por lo que le dije al camarero: «Yo, un chocolate con churros».

En tanto me servían, en una mesa justo enfrente, se sentó una señora de cierta edad -lo de «cierta», es que tenía unos años más yo-. La atendió el mismo camarero y la citada le dio una serie de explicaciones que, lógicamente, no entendí, pero que anotó muy pacientemente. Y, en esto, llegó la camarera con lo mío. Los churros estaban como «Dios manda» y el chocolate?, de muerte, porque no hay otra expresión. Como los churros son unos cuantos y eso de ir mojando hay que hacerlo con determinada y prevista parsimonia -cuando se acaba el último churro, no debe de quedar en la taza nada más que un sorbo del espeso líquido-, a la señora de enfrente comenzaron a servirla. Atentos, por favor, porque voy a detallarles todo ello como ustedes merecen. A modo de prólogo, yo lo pasé?, ¡bomba!

La camarera deja encima de la mesa un vaso largo con bebida de cola con hielo y una copa vacía. En su bandeja traía una botella transparente con una indeterminada bebida que se dispone a echar en la copa. Muy despacio, comienza a verter el líquido de la botella, hasta que la clienta le señala con la mano la señal de «basta». Acaba la operación, a todo esto sin yo perder detalle, la camarera se retira. Una vez sola la señora con todo aquello delante, procede al transvase. ¿Transvase? Sigan con atención, además, porque la cafetería estaba llena de gente y la señora en cuestión le importó un bledo llevar a cabo aquellas maniobras. Cogió la copa bastante «enllena» de licor -después supuse que sería ron- y, como aún había algo de sitio en el vaso de la cola, vertió hasta arriba lo que cabía. Después metió unos dedos dentro del vaso y cogió un cubito de hielo que trasvasó a lo que aún restaba del supuesto licor. Y, para acabar esa primera y compleja operación, chupó sus dedos con la mayor normalidad. Y aún debió de haber más cosas, porque le sirvieron una hamburguesa de no sé cuántos pisos que fui incapaz a contarlos, pero yo había acabado mi chocolate con churros, pagué y me fui.

Ah, supe que la señora se llamaba como el título, porque el encargado de la cafetería la saludó. Y a mí, psicológicamente, me quedó cierto regusto a cacao con ron. Ya saben, cosas que me ocurren.