Tengo una ligera idea de que ya les comenté a ustedes en alguna ocasión cómo y el porqué se llevan a la práctica determinadas hechos, que no normas, en nuestra iglesia católica, bajo las cuales los escrupulosos, estrictos e inflexibles no tenemos cabida. En aquella ocasión les hablé del xareu que se arma en alguna de las iglesias en el momento de darnos la paz. Lo que pudiera llamar originalmente un afectuoso y hasta correcto deseo a nuestro prójimo más próximo dándole la mano y musitar la breve frase «la paz sea contigo», ahora ya se oyen hasta verdaderas jaculatorias y sonoros besos que, no es por nada, pero a mí me descentran. Quizá hubo sacerdotes que quisieron rizar el rizo e hicieron o provocaron que sus fieles fuesen más? ¿papistas que el Papa?, y de ahí la originalidad en esas expresiones tan pacifistas.

Eso sí que ahora lo recuerdo, que ya de por sí me resultaba muy difícil eso de estirar la mano al de atrás, cuando se trataba de un vecino que, precisamente, no era capaz de saludarle en la escalera de casa. ¿Cómo podemos ser tan falsos, que el mismo intolerante me desease la paz y, después, el muy soberbio ni me mirase y menos me salude en un metro y medio cuadrado de ascensor? Incompresible. Pero así es la iglesia y, sobre todo, la de más uso y frecuencia como la católica. Ca, pero no vayan a pensar que lo escrupuloso en este caso lleva relación directa con el maleducado y arrogante vecino del quinto que, en una ocasión, me topé con él en misa y? Como esa historia ya se la saben, saltemos unas páginas y centrémonos en otro capítulo pero con similar resultado desagradable.

Hace unos días asistí desgraciadamente a un funeral -oficios desagradables de por sí y por eso los defino como desgraciados: bastante desventura es el que fallezca, como en este caso, el hermano de un ser querido-. Llegué temprano, cosa rara porque no suelo echar a correr precisamente, pensando que iba a ver bastante gente en la iglesia. Así que, quizá al precipitarme en eso de madrugar, pude escoger el sitio y lugar más conveniente a todos los efectos. A medida que discurrían los minutos, la iglesia se fue llenando y, de pronto, se puso a mi lado un señor que, Dios me perdone esa intolerancia mía, arrastraba tras de sí una colonia de esas indefinidas y que olía?, vamos a dejarlo ahí. Pero, las cosas como son, porque al cabo de un rato ya me había acostumbrado a aquel repugnante hedor y, ¡coño!, hasta empezaba a gustarme: ironías de la paciencia. La misa funeral discurría bien, salvo la excepción de que mi vecino tosía de cuando en cuando y, encima, nada ponía delante de su boca, tan siquiera como sordina de aquel desagradable ruido. Pero lo más práctico y mejor para él, fue cuando levantó su abierta mano derecha, con todos los dedos y palma incluidos, y la pasó por la nariz y boca a modo de limpieza general que, el que suscribe, «quiso» ver y entender que se limpiaba los resto de su tos y, de paso, los de la nariz. Como supondrán, a mí me entró un frío sudor, en ese momento las neuronas se pusieron en marcha, el asco que dio fue terrible y el sacerdote oficiante decía en aquel momento: «Démonos fraternalmente la paz». Allí y en aquel momento, mi vecino extendió su mano, la misma con que se limpio su rostro, y yo correspondí más como cristiano que como escrupuloso que raya el cielo. Y no sigo, porque ustedes son lo suficientemente inteligentes para entenderme.