Entre algunas de las citas que son de mi preferencia, hay una de Pio Baroja en la que, refiriéndose al mundo, dice que «no se trata de una realidad absoluta, sino de un reflejo de ideas esenciales». A poco que pensemos en ella, nos daremos cuenta de que nuestro día a día es, precisamente, una proyección de esos conceptos fundamentales que nos sirven de guía. Nada habría que objetar a este escenario si, al mismo tiempo, fuéramos capaces de ser ecuánimes para conseguir que nuestras ideas se impongan de un modo democrático a las de los demás, sin ocultar ninguna de las partes del debate.

Desde que se produjo la reciente huelga general, no he dejado de leer con toda atención los comentarios relativos a la actuación de los piquetes sindicales durante esa jornada de paro. Lo mismo en los distintos medios de comunicación nacionales, como regionales, se ha examinado con lupa y hasta con el más sofisticado microscopio cualquier detalle que afectara al comportamiento de los piquetes. Y, como es lógico, para no faltar a la costumbre, los epítetos que se han arrojado sobre ellos han sido tan variados como contundentes, destacando, naturalmente, los que han puesto el acento en la violación de la sacrosanta libertad individual. Los piquetes, pues, además de causar destrozos de cristales y de mobiliario, que más parecían un ataque en toda regla al Patrimonio Nacional, habrían impedido que quienes pretendían acudir a sus puestos de trabajo pudieran hacerlo.

Sin embargo, han sido más escasos los comentarios que se refirieron a la ruptura de las reglas de juego por parte de muchos empresarios, con métodos que, en algunos casos, podrían formar parte de un manual represivo sobre chantajes al uso. Si bien no se trata de ninguna novedad -los piquetes empresariales existieron en todas las épocas-, en la actualidad actúan con mayor impunidad, debido a la penuria económica y al miedo ante la probable pérdida de trabajo, un riesgo que se hace cada vez más presente a tenor del articulado de la reforma laboral. Entre algunas de las características de estos piquetes empresariales habría que mencionar la nocturnidad, la falta de testigos, el anonimato y la ausencia de presencia policial. ¿No hubiera sido lógico que las mismas fuerzas de orden público encargadas de proteger el derecho al trabajo se hubieran mostrado también diligentes a la hora de proteger el derecho a la huelga? Una vez más, se sabe bien lo que hacen los gobiernos para defender sus derechos, pero siguen desconociéndose los esfuerzos que realizan para que los derechos de los demás tengan también alguna protección.

A modo de ejemplo de la perversidad que alienta en la reforma laboral aprobada recientemente, me referiré a un suceso que tuvo lugar hace pocos días en una empresa de nuestra región. Pepito, el empresario, le dijo a Juanito, un trabajador: «Ya sabes que la empresa no tiene esta temporada mucho trabajo, así que puedes quedarte tranquilamente en casa durante estos días y vuelves el lunes» (la conversación se produjo un martes). Juanito aprovechó los días de descanso y, cuando se incorporó el lunes, tal como le habían mandado, recibió la carta de despido. Había faltado al trabajo durante tres días. En estos momentos, el asunto está pendiente de resolución judicial.

Sé también que éste es uno de tantos empresarios de los que ponen el grito en el cielo cuando hay huelgas y ve a los piquetes que rondan por su empresa. Creo que sobran los comentarios.