El título del libro de la autora leonesa Cristina Peñalosa, con el que obtuvo el X Premio de Novela Diputación de Córdoba, y que se presentará hoy en la Casa de Cultura «Alberto Vega» de La Felguera, nos lleva a indagar en la cita de André Gide: «Habríamos perdido hasta la memoria junto con la palabra, si nos fuera igualmente posible olvidar que callarnos». De este modo, convencida de que el olvido es apenas un accidente, un fogonazo que de pronto nos deja en la oscuridad pero que, al mismo tiempo, nos anuncia ya su próximo resplandor -«yo diría que en realidad no se nos olvida nada», son palabras de la escritora-, Cristina ha dejado que sus personajes, tan creíbles como próximos a nuestras experiencias diarias, se internen en un territorio en el que buscan y se buscan a sí mismos, quizás para recordarnos a todos los lectores que la literatura es, a fin de cuentas, el eco y el reflejo de la vida, una mezcla de soledad, miseria y pasión a un mismo tiempo. Casi nada, por cierto.

Si los aciertos técnicos de la novela son muy notables: la delineación de tantos personajes corales, el cosido de una trama a la que en ningún momento se le notan las falsas costuras, o la estructura circular que nos va envolviendo hasta hacer que podamos sentirnos atrapados en cualquiera de los innumerables y bien tratados lances de la historia, no es menor el agradecimiento hacia Cristina por habernos recordado que la ficción nos la hacemos nosotros a nuestra medida. Por ello, quien recuerda su pasado está recorriendo, a un mismo tiempo, un pasaje de ida y vuelta: la dicotomía entre lo que fuimos y lo que nos hubiera gustado ser, o, lo que es lo mismo, en muchos casos, la adulteración de los recuerdos hasta hacerlos coincidir con nuestros sueños.

Uno de los grandes descubrimientos de la moderna crítica homérica es el que asegura que el poeta ha utilizado retazos de poemas anteriores, lo que no es más que la constatación de que el río de la vida arrastra todas las aguas que va encontrando a su paso. Cristina sabe que nada es nuevo, que cualquier historia está hecha de restos de materiales anteriores, pero que lo más importante en esta operación de reciclaje es obtener un resultado novedoso, una historia que nos haga vibrar con la inocencia de quien se acerca por primera vez a un abismo peligroso pero irresistible a un tiempo. Y puedo asegurar que merece la pena internarse en ese mítico territorio del pueblo de Valderrueca, donde transcurren los recuerdos de una infancia feliz -la escuela, el cura, el maestro, el aullido de los lobos o las huellas negras de los mineros entre los senderos de nieve, son algunos de ellos-, lo mismo que convertirse en un viajero moderno que atraviesa el abigarrado colorido de las calles de Madrid, Sevilla, Florencia o Turín, siempre siguiendo a la protagonista en su particular y, por eso mismo, universal búsqueda del tiempo perdido.

En una reciente entrevista que le hicieron a raíz del premio conseguido, Cristina Peñalosa dijo que «el gran pecado de un escritor es aburrir». Cualquiera que se interne -y lo recomiendo vivamente- en las páginas del libro, observará que sus expectativas se cumplen sobradamente, y que, muy al contrario, la intriga está presente desde las primeras líneas de la novela. Si, además, está muy bien escrita, y si el hilo de la memoria, siguiendo las palabras de Schopenhauer, da una imagen mucho más bella que el particular, poco más se puede pedir.