Como buen aficionado a escuchar los debates de los chigres, la semana pasada tuve la suerte de poder participar directamente en uno de ellos. El tema que se discutía, naturalmente, era el de la tan traída y llevada crisis económica, y quienes opinaban sobre ella, lo hacían desde la trinchera del escepticismo, los menos, y desde la más que segura convicción, el resto.

El argumento utilizado por los primeros era que mucha crisis, mucha crisis pero que, a fin de cuentas -estábamos en Semana Santa- la gente había marchado afuera a disfrutar de esos días. Quienes opinaban que ése no era un argumento sólido, replicaban que de esas salidas no se podía deducir que la crisis se hubiera largado a otra parte, y daban algunas explicaciones: desde el apartamento en la costa o en la montaña hasta que el dinero del viaje podía proceder de algunos ahorros o de la generosidad del entorno familiar: padres, suegros?

Cuando me tocó el turno de intervenir, dije que para constatar la presencia de la crisis no había más que asomarse a la ventana, en este caso, a la cristalera del bar -cosa que hicieron algunos de los parroquianos-, y fijarse en el rostro de las personas que pasaban por la calle. La alegría o el desenfado de antaño han sido sustituidos ahora por una nube de preocupación, lo que demuestra que las vacas flacas han hecho acto de presencia, contagiando a todos su falta de consistencia. No me preocupaba tanto este síntoma nuevo, dije, como las consecuencias que podría tener en un futuro más o menos próximo. Y, para ello, me referí, entre otros suicidios recientes, al del farmacéutico griego, de 77 años, Dimitri Christoulas, que se inmoló públicamente delante del Parlamento, tras dejar una nota en la que manifestaba que no tenía otro modo de reaccionar con dignidad antes de comenzar a rebuscar comida entre la basura. No es el único suicidio, añadí, en la lista de crespones negros que asola a países como Grecia o Italia.

A partir de este momento se generó un rico debate sobre las consecuencias que podría tener el profundo agujero de la crisis, y no faltó quien, con buen tino a mi juicio, hiciera referencia a la obscenidad de los sueldos de quienes imponen los ajustes y van hundiendo a los pueblos en la pobreza. De ahí a pensar que pudiera ser posible un estallido de violencia no había más que un paso, arguyó otro de los tertulianos. Lo que, por otra parte, concluyó, no constituiría además ninguna novedad histórica.

Por mi parte, hice una reflexión política sobre la quiebra de la democracia. ¿O acaso no hay que denominar así a la ruptura del pacto por el cual el Estado Social era una consecuencia del sometimiento del poder económico al poder político democrático? Que el Estado del Bienestar se haya ido a pique significa que todos nosotros estamos obligados, a partir de ahora, a mantenernos a flote, lo que, en las circunstancias actuales, donde no sólo escasean los botes salvavidas sino también los flotadores, no va a resultar muy fácil, precisamente.

Una vuelta a los recientes acontecimientos de nuestro país, dio como resultado una mirada irónica al gobierno recién estrenado. Alguien experto en citas, y también con aficiones poéticas, recordó unos versos de Lope de Vega sobre la mentira: «?mentir para medrar/ es uso de la razón/ del estado de servir». De ahí a recordar a Rajoy no hubo más que un paso. ¿No había prometido, entre tantas otras promesas incumplidas, que no habría copago?. Resultaba evidente que también a nosotros nos había ganado la tristeza, así que decidimos pedir la última ronda y hablar de otras cosas.