Si a alguien se le ocurre pensar que una pieza de cualquier fruta de nuestro campo se puede convertir en un instrumento de música y le da por interpretar conciertos en salas preparadas al efecto y con una acústica, salvando distancias por ejemplo con el vino, afrutada, en principio sería sorprendente, después resaltaría la genialidad y, al final, el buen olor que despedirían las interpretaciones. Lo mío es soñar, naturalmente, porque después vendría el que me encerrasen en un psiquiátrico. Así que dejémoslo en un simple sueño, procurando no pasar a mayores disparates. De lo que hoy quiero hablarles es sobre la fruta, como las manzanas, plátanos, naranjas, fresas, kiwis?, y verán hasta dónde llegamos.

De la que llegué a esta villa madrileña de la sierra media, sin hacer juicio peyorativo alguno, me encontré con un comercio abusivo y desasistido, de tal forma que, al cabo de cierto tiempo, «descubrimos» que los lunes se montaba un mercadillo, más concretamente de frutas y verduras, que sí estaba mejor atendido, sus precios más razonables y bastante comparables con los que regían en los pequeños establecimientos de la villa. Si durante unos años dicho mercadillo estaba en pleno centro, por eso de las disposiciones municipales y poniendo como excusa un mayor espacio para instalarse los vendedores ambulantes, lo pasaron más bien al extrarradio y ya era necesario, no solo tirar del conocido «carrito de la compra», sino el ir mejor en coche y al maletero con la mercancía. Con el tiempo, aparentemente todo empezó a mejorar.

Mas, de pronto, llegó la invasión de los supermercados, con lo cual los tenderos comenzaron a quejarse, naturalmente, porque sus precios comenzaban a ser inaguantables, la variedad en cada uno de los productos, valga la expresión, no tenía color, los clientes escogían lo que mejor les iba o desechaban y, para aquellos primeros «negociantes», comenzaba la ruina, sus parroquianos descubrieron el descrédito y el anterior abuso del que se venían aprovechando. Y muchos fueron cerrando, quedando al final dos o tres regidas por orientales que, insospechadamente, atienden muy bien, mantienen precios bajos y, por si fuera poco, no tienen horario. Es un mal chiste, pero los que llevan en España unos años, ya conocen perfectamente la frase: «trabajan como chinos».

Bueno, puesto que aquí aún no acaba la historia, un buen día llegó hasta aquí un hipermercado: un mercado pero a lo bestia, donde tienen absolutamente de todo, más otros establecimientos muy diversos a su alrededor. Y, si antes hablábamos de competencia, la de ahora es?, innombrable. Pero así está bien y en época de crisis, mejor aún. «¡Pchistt, oiga, y de la fruta, ¿qué?». Y es que esa historia la llevo muy mal. Con eso de que todo está expuesto y que cada uno llega, por ejemplo los kiwis, no solo los mira, los coge y, por si fuera poco, los palpa, ¡joder! y vuelve a palparlos, y como ya los masuñó lo suficiente, los deja donde estaban. «Tocata y fuga»: tocan y se van. Y llego yo, el último, perezoso por el poco madrugar y solo me quedan los kiwis reblandecidos. ¿Y si hablamos de fresas? Esas, a veces, llegan a casa hechas puré. Vamos, sin necesidad de meter en la licuadora. ¡Manda huevos! No, a estos aún no logran abrirlos, pero todo se andará.