Conocí a don Eugenio Torrecilla siendo encargada de la Biblioteca de Caso. En el mes de julio, coincidiendo con las fiestas de Santiago, escogía la capital del concejo donde, bajo los cuidados de Julia, se libraba del estrépito y algarabía propias de las fiestas. Vestido con una guayabera beige y tocado por una visera clara, su discreta figura se convertía en asidua de la Lastra, en donde disfrutaba de un ambiente tranquilo y reposado.

A don Eugenio no le gustaba el ruido. Llegaba a la biblioteca a última hora de la mañana, cuando sabía que los niños ya se habían cansado de leer y estaban en la plaza jugando. Pese a su condición de pediatra (o a causa de ella) mostraba poca paciencia ante los arrebatos infantiles, ruidosos y tumultuosos, y no podía evitar algún mohín de desagrado, si el umbral de ruido excedía lo que se consideraba «permitido» para una biblioteca. De ademanes discretos y caminar pausado, se adentraba hasta el fondo de la biblioteca, donde buscaba un puesto de mesa recogido y solitario, para leer el periódico del día.

Le gustaba curiosear en la sección asturiana, en uno de cuyos estantes estaba depositado la «Balada del Nalón», del que era autor, como orgullosamente me recordó en una ocasión. Sin embargo, su lugar preferido era el pasillo en el que se encontraba la sección dedicada a literatura, materia de la que (pronto me di cuenta) don Eugenio era un auténtico especialista.

Durante mis años como bibliotecaria, tuve la suerte de contar con su aprecio y cordialidad. Por alguna razón, los superficiales intercambios de palabras de los primeros días fueron sustituidos por interesantes conversaciones en las que el señor Torrecilla fue desgranándome su pasión por la literatura, su conocimiento de los clásicos y su pasión por las grandes novelas europeas del siglo XIX, entre las que me citaba con especial interés «El jugador», de Dostoievski. Si un día decidí acometer la lectura de «La montaña mágica», de Thomas Mann, fue gracias a sus comentarios y, leyéndola, era Torrecilla a quien veía sentado en una hamaca de ese balneario un poco decadente, símbolo del tiempo que se le escapaba a Europa de entre los dedos.

Siempre que visito una ciudad extranjera , no puedo evitar acordarme de don Eugenio, que conocía todos los hoteles, monumentos y calles descritos o reflejados en las novelas; en una ocasión, me comentó su parecer acerca de la pequeña decepción que el viajero lleva al visitar la ciudad que tanto admiró con ocasión de la lectura de algún libro en el que la ciudad era la protagonista: muchas veces, las expectativas se veían truncadas, precisamente, por el estrépito y algarabía del mundo actual, que al señor Torrecilla tan poco le gustaba.

Siempre que inicio una nueva lectura, tampoco puedo evitar acordarme de don Eugenio, ansiosa como estoy de leer todo lo que sé que me queda pendiente. La última pregunta que le quise hacer fue: «¿Leyó "Vida y destino", señor. Torrecilla? ¿Es realmente digna sucesora de "Guerra y paz"?». No tuve ocasión de hacerlo y cada vez que vea el lomo del libro colocado en mi biblioteca particular, me seguiré acordando de él.

Hace siete años que no trabajo en la biblioteca, pero don Eugenio continuó visitando Campo de Caso cada verano. Si bien nuestros encuentros fueron en lo sucesivo muy esporádicos, no perdimos ocasión de enviarnos los saludos mutuamente a través de conocidos comunes. Me siento muy orgullosa de haber contado con su aprecio y contenta de haber tenido la oportunidad de escuchar sus explicaciones. La noticia de su muerte me ha producido una cierta tristeza, que en el momento que estoy escribiendo estas líneas, se mezcla con esa dulce melancolía que producen los primeros días del otoño, tan europeos y decimonónicos. Y no sé por qué, pero en estos momentos, recordando a esta persona, rodeada de las obras de los grandes pensadores y literatos de los siglos XIX y XX, estoy encontrando un poco ridículo este mundo dominado por las nuevas tecnologías y la comunicación trepidante, en el que las erratas campan por sus fueros, los wasap se han convertido en protagonistas de nuestras relaciones y nuestro tema de conversación gira en torno a esas palabrejas tan feas propias del mundo financiero. Voy a hacer un pequeño esfuerzo e intentar que aquello que identificaba al maestro Torrecilla: el saber discreto, la quietud en las formas y la cultura entendida como actividad intelectual, me ayude a encontrar el tiempo perdido.