La madrugada del miércoles pasado apareció cuajada de negros nubarrones. Si bien es cierto que nuestra cuenca ya lleva tiempo soportando tormentas de todo tipo, no por ello el anuncio de la borrasca minera dejó de encogernos el ánimo. Cualquiera que se haya aproximado a las páginas de LA NUEVA ESPAÑA de ese día, habrá leído que Hunosa recorta hasta en 600 euros mensuales las prejubilaciones, según la denuncia hecha por los sindicatos. La empresa minera, continúa la noticia, congelará todas las pagas y además dejará de aportar dinero al fondo de pensiones que gestiona los retiros anticipados del plan del carbón 1998-2005. Una agresión más que añadir a la crónica de esa muerte anunciada tantas veces de la minería. Lo que es tanto como referirse al fallecimiento de una comarca en la que el peso de ese sector es de sobra conocido.

Como era de esperar, a partir de ese momento comenzaron a producirse los inevitables comentarios, sobre todo en las redes sociales, que oscilaban entre quienes -la mayoría, eso sí- mostraban su preocupación por ese ataque en toda regla, y quienes -los menos, afortunadamente- sentenciaban el caso con una lapidaria y contundente frase: Ya era hora.

Ya era hora, opinaban los que no veían más que un acto de justicia en esa decisión que, a su juicio, eliminaba privilegios. Ya era hora, aquí todos los trabajadores somos iguales, faltaría más. Ya era hora; pueden quejarse, muchos de ellos con cuarenta y pocos años y en casa cobrando una buena paga. Más o menos ése era el talante que se desprendía de las palabras de quienes mostraban su contento ante una medida que pondría fin a las discriminaciones. (Por cierto, en el mismo periódico, al día siguiente, un minero de San Martín decía que los prejubilados tienen mala imagen pero que, en todo caso, son muy pocos los que cobran mucho dinero).

Confieso que, si bien no soy un defensor a ultranza de las bondades de la condición humana -continúo pensando que todos somos policías o ladrones, dependiendo mucho de las circunstancias- , no por ello dejo de entristecerme cuando me enfrento a actitudes de este tipo. En casos así, quienes se expresan de ese modo cometen un doble error. El de desconocer las circunstancias socio políticas que dieron lugar a las prejubilaciones y, además, el de actuar movidos por el caballo verde de la envidia, que, a fin de cuentas, es la peor cabalgadura a la que nos podamos subir, pues, y sin excepción alguna, su trote corto, pero corrosivo, no es más que la confesión secreta de nuestro personal fracaso: No sería difícil adivinar que una parte de esos resabiados comentaristas o proceden de las filas del paro o tienen trabajos precarios.

En circunstancia como ésta no son muchas las recetas que se puedan despachar. Morder y no comer resulta, sin duda, un acto poco grato, pero no son precisamente los mineros los que tienen la culpa de la falta de alimentos de los demás. Por ello, en lugar de escupir al interior del pozo, nos vendría mejor a todos lanzar la saliva hacia lo alto. Allí arriba se encuentran los señores que disponen el mantel y la mesa. O, por decirlo de otro modo, los que deciden acerca del menú: quiénes comen, cuánto y a qué hora. Y, además, los que, al final de la comida, acostumbran siempre a echarse una siesta.