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La última vez

Carlos Álvarez-Nóvoa tenía un inmenso cariño por Asturias, cultura, una gran formación académica, mente abierta y humor

Carlos Fernández dialoga con Carlos Álvarez-Nóvoa.

Aquel concejal era de lo que no hay. Mira que llamarme un viernes a las tres y cuarto de la tarde diciendo: "Tienes un correo-e con un texto adjunto, es de Álvarez-Nóvoa, va de un recorrido por Langreo. Revisa bien lo concerniente a la zona rural por si hay alguna confusión, que queremos publicarlo ya. Lo necesito el lunes a las nueve".

Y además yo no tenía ni idea quién era el Nóvoa aquel ni Cristo que lo fundó.

Más por curiosidad que por obligación, aquella tarde eché una ojeada al texto. ¡Dios mío, encima era inacabable! Un puntu merodeando por el concejo una semana entera.

El tal Nóvoa empezaba "El camín de Llangreu" en Sevilla, subía en el ALSA hasta Oviedo, y lo primero que hacía era acercarse a la Plaza Porlier a recordar el lugar de donde salían los autobuses del Carbonero.

Sin yo esperarlo, quizá porque me pilló con la guardia baja, aquel relato me arrastró a los días brumosos de mi infancia, consumidos en aquella misma plaza, en la que vivía, viendo a los paquidermos grises y humeantes con paquetes en la baca, saliendo de La Gran Taberna y hundiéndose en la aventura camino de un lugar remoto llamado Laviana.

Sin darme cuenta, el texto limpio, natural, gratísimo de aquel hombre me esclavizó. Lo comenté en casa y mi hija me informó:

-Es un actor de teatro y cine, muy bueno y famoso. Tú no lo conoces porque en cine, al igual que en otras cosas, te has quedado en "Casablanca" y en "Mogambo". A años luz de hoy. En el final de la República hubo una guerra, después una dictadura, y ahora hay una democracia, han pasado cosas, papá; ponte al día.

Los hijos ya se sabe, siempre tirando a dar.

El sábado a mediodía llamé al concejal.

-Es un relato de viajes y de saber vivir precioso. Un texto redondo. Me gustaría enlazar con este hombre. ¿Tienes su correo-e?

El mismo sábado le escribí agradeciéndole la belleza precisa de aquellas palabras sobre su tierra de origen, tan desconocida para la mayoría de los langreanos, por cierto, y transmitiéndole mi gratitud por la delicia de aquel placer inesperado.

Me respondió al día siguiente. Era el correo de un hombre cálido, abierto, amigo. A partir de ahí comenzamos a charlar; él dominaba la naturalidad, la confianza y la sencillez. Un actor premiado, reconocido, trataba sin distancia a un desconocido gris. Me comentó que se encontraba en Madrid trabajando en una obra de teatro. Yo me acercaba con cierta asiduidad a la capital por razones profesionales y quedamos en coincidir.

Desde mis años de juventud soy cliente de la "Cervecería Alemana", un localón viejo, auténtico, con mesas de mármol y fotos de toreros, al lado del Teatro Español, en la plaza de Santa Ana. Allí nos vimos.

Alto, de unos sesenta años, jovial, con pelo y barba blanca, ropa informal y la agilidad de un hombre de treinta, desveló de inmediato que su sencillez no era una impostura. Un hombre seguro de sí, confiado. Apacible e inquieto a la vez, culto, educado. Muy grato. Lleno de horizontes, de progreso y de raíces. Se le notaba.

Mientras Sabino, el camarero asturiano -y de trato encantador- de la cervecería nos dejaba sobre la mesa unos "barros" (cañas de cerveza en jarras de alfar), comenzamos a contarnos, y yo a descubrir el inmenso cariño por Asturias de aquel hombre, su cultura, su gran formación académica, su mente abierta. Y su humor.

Una mujer que no había llegado a los cuarenta, trigueña, muy atractiva, lo saludó afectuosa:

-Es un placer verlo actuar-, le dijo sonriente.

-Y otro escuchar esas cosas de una mujer así-, dijo él con su buena voz, sonriendo.

Sin duda era un gran seductor. Se lo dije.

-¡Qué más quisiera yo! -me respondió

-No sabía que mintieses.

Nuestro segundo encuentro fue una tarde en Sevilla, la ciudad imprescindible, aprovechando un viaje mío. En una de las tascas de Triana, entre cervezas doradas y frituras insuperables hablamos un poco de todo. De la delicia de aquella tierra, de cómo los asturianos -orgullosos insuperables por la cuna- encajamos bien con los demás.

-Somos hijos de Asturias, pero también de la diáspora; tenemos gran experiencia en hermanar las dos cosas. Pero sobre todo somos solidarios, es lo que más me gusta de nosotros-, comentó con profundidad.

-Ninguna más grande, ninguna más pequeña.

Charlamos de cuando los muelles del Guadalquivir eran Cabo Cañaveral, del Duque de Montpensier y sus apetitos de ser rey, de la boda -¿por amor?- de María de Las Mercedes con Alfonso XII quizás para resolver ese problema del Palacio de San Telmo y de unos proyectos allí en los que Carlos estaba inmerso, y descubrimos nuestro enlace -cada uno por su lado- con el escritor Manuel Leguineche.

-A mi me nombró cónsul en Asturias del "Club de los faltos de cariño" creado por él-, le dije más ancho que largo.

-Claro que el mundo es un pañuelo? Tengo una gran amistad con Manu. Es muy grande.

-Os parecéis mucho, los dos sois naturales en el trato y vendéis esa valentía abierta, sincera-, le comenté.

-Bueno, él más porque nació cerca de Bilbao-, respondió riendo.

-Aunque no, no, que yo soy de Langreo, ¡cuidao!

-Estoy seguro de que los vascos recibieron los cursillos en les Cuenques.

A esas alturas de la vida yo ya sabía que Carlos Álvarez-Nóvoa era una de esas personas que hacen a Asturias grande. Qué suerte que haya existido.

Un día "Langreanos en el mundo" premió su trabajo, su asturianía y su vida. Y a raíz de ello plantó un árbol en el Parque Nuevo, en su Felguera natal. Lo hizo de la mano de su bella mujer -sí, sin duda era un seductor-. No volvimos a coincidir.

El jueves, al leer LA NUEVA ESPAÑA, supe que había muerto. Sé que cuando una hoja cae se transforma en humus, que es el alimento de la planta que viene detrás haciendo que la vida siga. Así funciona esto. Su contribución a que otros vivan tras él.

Hace un momento he buscado entre mis libros "El camín de Llangréu", y lo he puesto a mano. Para volver a charlar con él siempre que me apetezca. Porque el día de la plantación no va a ser la última vez.

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