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Historias heterodoxas

El extraordinario Barbachey

Las actuaciones en Mieres del "hombre foca", que podía sujetar todo tipo de objetos, por pesados que fueran, con la barbilla

El extraordinario Barbachey

El caso de Barbachey es tan sorprendente que si no lo hubiese visto personalmente pondría en duda su existencia. Lo recordamos el otro día en el restaurante "La Viña", de Cenera, mientras decidíamos el premio Serondaya a las Ciencias de la Cultura Humana. Cada otoño, bajo la sabia dirección de Fulgencio Argüelles, las candidaturas se debaten despacio en un proceso salpicado de anécdotas y comentarios para relajar los minutos que median entre descarte y descarte. En uno de estos recesos saltó el recuerdo de Barbachey, el "hombre foca".

El rey de los artistas heterodoxos de este país, capaz de sujetar en su barbilla cualquier cosa, fue un personaje que deslumbró la infancia de muchos niños en sus sorprendentes actuaciones por las provincias del norte de España. Tuve la fortuna de asistir a una de sus actuaciones en Mieres y como todos los que vivimos esa experiencia mantengo sus detalles en mi memoria igual que si hubiese sucedido en las últimas fiestas de San Xuan.

Resulta extraño que después de haber estado ante los artistas más consagrados que en aquellos años de vacas gordas visitaron la cuenca minera en los mejores circos del país, solo mantenga dos imágenes en el lugar de honor del escaparate de mi evocación: una fue bajo la carpa: el balanceo de Pinito del Oro sentada en una silla que apoyaba sus patas traseras sobre la barra del trapecio; la otra en plena calle: el inusual espectáculo de Barbachey.

Pude admirarlo llamando la atención del público con una escoba bailando en su mentón, antes de colocar enseguida una pala, después una escalera de mano y, ya crecido por los aplausos, un enorme bidón de metal. Su número no seguía más guión que el de la necesidad del momento o las ganas de actuar que podían llevarlo a la acción más extrema, con la calle por escenario y los objetos que tuviese a la vista como único atrezo.

Su disciplina no era sencilla, actualmente hay quien la practica en los escenarios -José Luís Chin o Darío Sánchez, por ejemplo-, pero desprovista de toda su frescura. Si se juzga desde un punto de vista analítico, lo más extraordinario de nuestro fantástico personaje radica en que trabajaba con lo que tenía a mano en cada momento y además de los enormes pesos que llegó a soportar en alguna ocasión, no es lo mismo saber encontrar el equilibrio de la escalera sostenida por una pata, el bidón, una puerta de madera o del pequeño Julio Llamazares sentado en una silla.

Porque así lo cuenta este autor leonés, quien inmortalizó a Barbachey en el capítulo "El mundo en la barbilla" de su libro "Escenas de cine mudo" publicado en 2006. Según su recuerdo novelado, ocurrió en Olleros cuando el "hombre foca" después de haber sostenido durante un rato un poste de la luz, se secó el sudor, hizo un pequeño descanso y, luego lo eligió entre los voluntarios del público: "tras probar un instante sus fuerzas, se santiguó, miró al cielo, abrió las piernas en ángulo y, ante el asombro de todos, alzó la silla de golpe y la posó con cuidado sobre la punta de su barbilla sosteniéndola tan sólo, y a mí con ella, por una de sus patas; y a continuación empezó a dar vueltas sobre sí mismo manteniendo el equilibrio con ayuda de los brazos".

El artista que dibujó Llamazares con todo detalle era un hombre fuerte y rubio, que tenía acento francés y las patillas unidas al bigote y actuaba ante el público desnudo de cintura para arriba. Según él, viajaba acompañado por una mujer que le hacía de ayudante en una furgoneta donde se anunciaba con letras rojas: "Barbachey, el Hombre-Foca. Compañía de Espectáculos" y que él encontró casualmente años después abandonada en un pueblo de Soria. Allí le dijeron que su dueño, ya solo y sin ganas de nada, se había suicidado y estaba enterrado en el rincón del cementerio reservado a las malas muertes.

No les descubro nada si les digo que el relato, como todos los de Julio Llamazares, está magistralmente escrito? pero no se corresponde con lo que guardo en mi memoria. El Barbachey que yo conocí sí era un hombre alto y musculoso, pero lo recuerdo moreno y con una pequeña perilla que bordeaba la minúscula plataforma sobre la que iba colocando los objetos más diversos, alternándola con su frente. Además, llegó solo a su actuación en las afueras de la plaza cubierta, vestido con una chaqueta vieja y con pinta de no poseer ninguna furgoneta.

Su único reclamo publicitario fueron las voces con las que llamaba la atención del público proclamando de paso un estilo de vida. Los niños las repetimos después con admiración durante semanas porque nos hacía soñar con la utopía que todos deseábamos: "Soy Barbachey "el hombre foca", que come y duerme cuando le toca".

Lo más probable es que ambos tengamos razón porque el tiempo puede ir cocinando los recuerdos infantiles para resolverlos de forma diferente en cada persona, pero además es posible que tanto el aspecto físico del artista como su forma de vida también hayan ido variando con los años y ahora resulta muy difícil saber lo que hubo tras la leyenda que acabó ocultando al Barbachey real.

Ni siquiera podemos determinar su identidad ni hay rastro de sus andanzas en las hemerotecas y no me extrañaría que dentro de unas décadas se le considere un personaje creado por la imaginación de los escritores, porque ¿quién se va creer que alguna vez hubo un hombre capaz de hacer bailar objetos que superaban su peso sobre su barbilla?

Para Julio Llamazares posiblemente fuese francés, sin embargo en San Feliú de Guíxols aseguran que era de la zona y que se llamaba Casimiro Pascual Cruañas y en Aragón dan por hecho que se trataba de Antonio Tello Aranda, un vagabundo que se dedicaba a la recogida de cartones y que fue encontrado muerto en una finca de Montemolín, en mayo de 1976, devorado por una perra y sus dos cachorros.

A Barbachey lo vieron completar su espectáculo en algún ocasión arrastrando un coche con los dientes. Era un hombre exagerado y le cuadra ese desenlace que podemos imaginar, pendiendo de un árbol en el páramo soriano cuando sintió que le empezaban a fallar las fuerzas; pero lo de los perros -un caso real, por otra parte-, tampoco está mal, y tal vez sería lo que hubiese preferido Camilo José Cela de haber estado en el lugar de Julio Llamazares.

Aunque la imaginación popular le ha buscado al "hombre foca" otros finales que también podrían servir para cerrar su legendaria existencia. Hay quien dice que murió en un pueblo cercano a Aranda de Duero cuando le resbaló un arado romano que estaba levantando, partiéndole el pecho con su reja, o en otros pueblos del norte de León se da una versión adaptada a los usos del lugar con una guadaña que dividió su cabeza en dos.

Otra posibilidad, la menos novelesca, es la de que haya muerto en cualquier hospital, alcoholizado o simplemente por el único peso que ningún Sansón puede soportar: el de los años. En Cenera, Miguel Ángel de Blas aseguraba haberlo reconocido en Barcelona, ya mayor, montando una actuación surrealista con la que suplía su imposibilidad para los alardes y los equilibrios.

Barbachey, tras tocar una trompeta de plástico anunció que iba a despachar el chut más fenomenal de la historia sobre un balón que tenía a sus pies; luego abrió un larguísimo pasillo entre la gente que se iba arremolinando en la Rambla, sin saber lo que estaba sucediendo. Cuando le pareció que ya era imposible controlar a la multitud se fue hacia atrás para coger carrerilla; se preparó en medio de la expectación sacando incluso un peine para peinarse sin prisa y luego corrió? corrió tanto que se adentró por el pasillo, olvidándose del chut y dejando tras él su balón.

En otros pueblos lo vieron también a finales de los 70 manejando el yo-yo con la habilidad justa para obtener unas monedas y poder pagarse unos vasos de vino peleón y yo, afortunadamente, no me atrevo a asegurar que él fuese aquel hombre que también visitó Mieres unos años más tarde ofreciendo su propio cuerpo como diana móvil para intentar burlar las pelotas que se le lanzaban desde el otro lado de un mostrador hecho con cajas de fruta; a peseta el disparo, reembolsable si se acertaba.

Barbachey nunca picó a las puertas del Circo donde pudo haberse ganado la vida desahogadamente sin tener que andar rodando por los caminos; fue un hombre negado a la disciplina, pero libre y con un concepto del espectáculo que hundía sus raíces en la tradición más antigua. Como todos los humanos debió tener una familia, seguramente también un maestro y es posible que algunos amigos, pero los mitos no se sujetan a las leyes de los mortales.

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