Cuando tratamos de entender las cosas que pasan cada día en este país o por qué su historia reciente ha sido así, siempre damos por buenos los conceptos que nos han enseñado, sin plantearnos si están bien fundamentados o, por el contrario, no son más que tópicos interesados que nos han hecho aprender para deformar la realidad al gusto de unos pocos. De esta manera, aceptamos sin crítica que los españoles nos dividimos en dos bloques definidos y opuestos: uno anclado en la tradición y la nostalgia, y otro progresista, abierto y moderno. Las dos Españas que Antonio Machado enfrentó calificando a la una "de charanga y pandereta, cerrado y sacristía" y a la otra como "de la rabia y de la idea".

Este esquema simplón se aplica también a las ideologías políticas. Así, en 1994 la revista El Basilisco recogía el resumen de una intervención dictada por Gustavo Bueno en un curso organizado en Valencia por la Universidad Menéndez Pelayo, donde el filósofo señalaba una selección de treinta criterios, líneas o "piedras de toque" empleados para distinguir la izquierda de la derecha. Entre ellos aparecían los opuestos teísmo/ateísmo, violín/guitarra, toros/fútbol, chalet/piso, whisky/tinto, transporte privado/transporte público, bigote/barba, corbata/sin corbata, amarillo/rojo y colegio privado/escuela pública.

Los años han echado abajo esta clasificación con la aparición de nuevos partidos que sacan de la paleta cromática el morado y el naranja, líderes con coleta y lideresas con flequillo que eran imposibles de imaginar hace dos décadas por don Gustavo.

Además, si hacemos caso a su clasificación, cuando Mariano Rajoy disfruta sus vacaciones de verano, con su barba habitual, sin corbata, y tomándose tranquilamente un vaso de vino antes de asistir a un partido de fútbol, puede estar muy próximo a la extrema izquierda.

Bromas aparte, el episodio que hoy les voy a contar se relaciona con esta reflexión porque pone en duda uno de esos axiomas que la mayor parte de los investigadores aceptan sin más: la afirmación de que el carlismo fue en sus orígenes un movimiento rural impulsado por los curas de las pequeñas parroquias. Pues, con este escepticismo que siento crecer a medida que voy contando años, creo que la cosa no es tan sencilla. Vengan conmigo hasta la primavera de 1834 y juzguen después.

Situémonos en el inicio de la primera guerra carlista cuando algunas provincias estaban defendiendo la pretensión al trono del denominado Carlos V, nieto de Carlos IV y que -por si no sobra recordarlo- debo aclarar que no hay que confundir con aquel otro Carlos, de mucho más peso histórico, que fue I de España y V de Alemania.

Hasta aquí llegó el eco de aquella revuelta armada y aunque en Asturias no llegó a formarse un ejército organizado, sí se multiplicaron las partidas contrarias a la pequeña Isabel II, representada en aquel momento por su madre la reina regente María Cristina.

El 9 de marzo de 1834, un antiguo voluntario realista de caballería llamado José Villanueva, conocido como "el Mayorazgo de Otero", que entonces era un arrabal situado en las afueras de Oviedo, lanzó la sedición desplazándose con sus partidarios hasta el valle del Nalón donde pudo arrastrar con él a numerosos vecinos de este concejo -130 según una primera información, que como veremos se iba a quedar corta- y con ellos cometió el grave delito de tocar las campanas a somatén en algunas parroquias.

En consecuencia, el comandante general de Asturias dispuso que saliesen hacia Langreo dos columnas de carabineros, una mandada por el capitán graduado Manuel Santos y otra a las ordenes del subteniente Pablo Pascual. La nota oficial proporcionada a los dos días por el Gobierno se apresuró a dar por cerrado el episodio contando que en cuanto los ilusos langreanos tuvieron noticia de estas medidas dictadas para sofocar la algarada y vieron asomar a la tropa, abandonaron en tropel al cabecilla, quien pudo huir y ocultarse acompañado solo por cuatro o cinco secuaces.

Siguiendo la "Revista Española", que se identificaba en aquel momento como "periódico dedicado a la Reina Nuestra Señora", nos enteramos de que las cosas no habían sido tan fáciles. Y elegimos esta publicación porque fue un ejemplo de oportunismo editorial, con un director capaz de ocupar un puesto de responsabilidad durante la guerra de Independencia en el gobierno afrancesado y de seguir en él tras la vuelta de Fernando VII. Por eso, esta circunstancia de saber nadar y guardar la ropa al mismo tiempo forzó a la publicación a medir sus informaciones y las hizo más imparciales.

En sus páginas leemos que el foco de la rebelión combinada contra el Gobierno había partido principalmente del convento de Santo Domingo, que la Orden de Predicadores tenía en Oviedo, de donde se habían sacado las armas y municiones. Por ello resulta evidente que detrás del alzamiento estuvo la inspiración de estos religiosos, pero a la vez nos sorprendemos al conocer que quienes la frenaron fueron los párrocos de la Montaña Central cuando el número de los comprometidos era tan elevado que la magnitud del enfrentamiento podía haber alcanzado consecuencias imprevisibles.

Al parecer, llegaron a reunirse más de 1.000 hombres, la mayor parte con hoces y palos, que se repartieron buscando apoyos por los pueblos del Nalón, hasta que uno de estos grupos fue frenado por el cura de Bimenes, quien se negó a entregarles las llaves de su iglesia, cuando la exigieron para tocar a rebato sus campanas.

Y otro tanto hicieron los curas de San Andrés de Linares y San Martin del Rey Aurelio, aunque en estos puntos los facciosos sí lograron acceder por sus propios medios hasta los respectivos campanarios para dar la alarma. Incluso el párroco de San Martín llegó a arengar a sus fieles en la mañana del domingo para que se estuviesen en sus casas tranquilos, rogándoles que no escuchasen los consejos de los alborotadores ya que de no hacerlo podían perderse tanto ellos como sus familias.

En los días que siguieron, las noticias sobre la captura del "Mayorazgo de Otero" fueron contradictorias y acabó reconociéndose que todavía lo secundaban unos sesenta guerrilleros, a pesar de que las columnas gubernamentales los persiguieron activamente para aplicarles el castigo que señalaba la ley ante los casos de rebelión.

La "Revista Española" alababa la gestión del comandante general de la provincia, citando también la decisión del subdelegado de Fomento, el intendente, los dependientes de rentas, la milicia urbana, el administrador y empleados en las puertas y el juez 1º noble don Carlos Argüelles "que todos a porfía se prestaron a la destrucción de los enemigos del orden y a mantener la tranquilidad, que solo en este punto del Principado llegó a alterarse".

Aunque lo más interesante para nosotros está en la evidencia de que dentro de la misma Iglesia católica asturiana convivieron quienes incitaban a la rebelión contra Isabel II con aquellos que apoyaban a la joven heredera, ya que al lado de la afirmación de que "la tranquilidad se restablece y los frailes tienen un nuevo desengaño de que son imponentes sus esfuerzos", también se elogiaba el satisfactorio comportamiento de los párrocos del valle del Nalón del que "debe reconocerse que ha influido poderosamente para que la insurrección no tomase mas cuerpo, y aun para que se disolviese".

Sin embargo, a pesar de la postura de aquellos curas parece que las cosas no fueron fáciles, ya que tres días más tarde volvió a publicarse que la "facción de Langreo" ya no existía porque al ver aproximarse a las tropas de la Reina se había disipado, aunque seguían alzados unos sesenta hombres que estaban a punto de ser capturados.

A pesar de los buenos deseos del informador, las acciones carlistas se prolongaron durante meses y todavía al final del verano se desarrollo otro incidente sangriento, iniciado en la madrugada del día 30 de agosto cuando se presentó en Mieres una partida con 20 rebeldes que encabezaban Francisco Suárez Baiña, capitán de caballería retirado en la misma villa, y Bernardo Sánchez Lamuño, natural de Bimenes.

Los sediciosos, después de amenazar a los partidarios de la Reina y saquear sus casas particulares, fueron perseguidos por un grupo encabezado por Juan García Valdés, otro teniente de infantería amnistiado, que residía aquí, hasta que les dieron alcance en Castandiello, causándoles un herido y dos muertos, entre ellos el mismo Suárez Baíña.

Por su parte, Bernardo Sánchez Lamuño también fue abatido cuando intentaba la fuga después de haber sido detenido en el maizal de un caserío que está sobre los Mártires de Cuna. Pero creo que este episodio ya se lo he contado, y si no lo haré en otra ocasión con más detalle. Ya podíamos tener tanto presente como historia.