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Historias heterodoxas

La gran aventura

La historia de los mierenses José Roberto Castañón y José Ramón Fernández, que dieron la vuelta al mundo en 1974

La gran aventura

Supongo que todos los jóvenes de los años 70 soñamos con hacerlo. Pero ellos se atrevieron. En septiembre de 1974, dos mierenses, José Roberto Castañón Esgueva y José Ramón Fernández García, salieron de Oviedo para dar la vuelta al mundo. Cuando volvieron, cuatro años más tarde, se encontraron con un país cambiado que había dejado de ser franquista y caminaba a pasos agigantados hacía la democracia. José Ramón, actualmente en Ablaña, es un hombre discreto al que le cuesta hablar de su experiencia, pero hoy quiere hacerlo como homenaje a su compañero Roberto, fallecido no hace mucho, y a quien le dedica este recuerdo.

La historia es tan interesante que daría para una buena novela, pero no puedo hacer otra cosa que intentar resumirla en esta página.

Cualquier aventura tiene una gestación. En el origen de esta encontramos una mezcla de ganas de vivir, afán de aventura e inquietud por un problema, que hoy compartimos todos, pero que en aquel momento ellos supieron anticipar: la relación de los hombres con el medio ambiente. Lo que ahora definimos como ecología, aunque seguramente ese término todavía no era muy común. Así nació la idea de lanzarse a recorrer la tierra para ver de cerca el comportamiento de los pueblos que la habitan con sus respectivos entornos.

Cuando se lo comentaron a Víctor Alperi, el autor se mostró tan ilusionado con el proyecto que quiso dar ejemplo cediéndoles los derechos de su libro "Paisaje con figuras", pero además les ayudó a plantear la mayor fuente de ingresos para poder costear la expedición: una exposición colectiva de artistas asturianos que sirvió para ver reunida en la misma sala la obra de los mejores pintores del momento.

Alejandro Mieres, Kíker, Cesar Pola, Hito Posada, Humberto, Magín Berenguer, Marola, Pablo Basterrechea, Urbina, o el mismísimo Nicanor Piñole -por citar solo a unos pocos, ya que las obras donadas fueron sesenta y cuatro-, colaboraron generosamente con la única condición de fijar un precio mínimo para sus realizaciones. En la mayor parte de los casos aquella cantidad inicial se superó con creces y la exposición, celebrada en el Palacio Conde Toreno, sede del Instituto de Estudios Asturianos, fue un éxito.

José Ramón siempre agradeció aquel apoyo desinteresado y mantuvo desde entonces su amistad con Alperi, renovándola con frecuentes visitas a su domicilio gijonés, que se prolongaron hasta pocos días antes de la muerte del escritor. Pero el viaje no podía realizarse sin un vehículo adecuado. El beneplácito de ICONA y de ADENA y los nombres de los príncipes de Asturias y de Holanda figurando entre sus apoyos, fueron un buen reclamo publicitario para cualquier marca automovilística, y así lo entendió la casa Citroën al cederles un flamante Dyane-6, el modelo de moda en aquel momento.

El coche se reforzó con una fuerte tela metálica en sus partes más vulnerables, se colocaron un nuevo depósito de gasolina, doble aspa de ventilación y faros más potentes y, finalmente, fue pintado de blanco mostrando en sus laterales el nombre del concesionario asturiano Valtra S.A. y en la trasera el lema de la expedición: "Un mensaje de amor a la naturaleza" con las siglas de la marca francesa.

En él metieron los dos jóvenes todo aquello que estimaban indispensable para su aventura, incluyendo una tienda de campaña isotérmica, un completo botiquín, repuestos de todo tipo y hasta ingenuamente dos rifles del calibre 22, que no pudieron librar muchas fronteras; también algo sin lo que el viaje habría sido imposible: una carta-presentación de Citroën-España que les abrió las puertas de sus servicios en todo el mundo para poder realizar revisiones completas cada 30.000 km.

En una entrevista realizada poco antes de su marcha, el periodista que se interesaba por los previsibles problemas técnicos recibió esta respuesta: "¡Hombre, puede ocurrir que nos rompa un palier! Pero no es fácil si tenemos cuidado".

Como era de esperar, el palier acabó rompiéndose. Pero esa fue solo una de las anécdotas de aquel periplo que se inició rumbo a Francia para atravesar Europa, antes de acceder a Asia por Turquía. Recorrieron Irak, los Emiratos Árabes, Irán, Afganistán, India, Sri Lanka, Birmania y Tailandia. Saltaron a Japón, recalaron en Honolulú, entraron en Canadá por Vancouver, cruzaron Estados Unidos de Este a Oeste, descendieron por México y Centroamérica, pasaron rápidamente (y con protección militar) aquella Nicaragua donde se estaba incubando la revolución sandinista, y llegaron hasta el sur de Argentina. Desde allí, se lanzaron a Ciudad del Cabo y, ya en África, ascendieron para alcanzar el mar Mediterráneo en las costas de Egipto.

Aunque intentaron prevenir cualquier adversidad, es fácil imaginar la variedad de problemas que tuvieron que ir superando en cada jornada. Los dos viajeros, que cuando era preciso disfrazaban su identidad identificándose como reporteros, iban disponiendo de su dinero gracias a las transferencias que recibían las embajadas españolas. Evitaron así llevarlo encima y, al mismo tiempo, sirvió para ir siguiendo su pista y poder conocer donde se encontraban en cada momento.

También tuvieron en cuenta la prevención contra las enfermedades tropicales. En Suiza completaron un amplio espectro de vacunas pero, a pesar de estas medidas y de que la quinina no faltó nunca entre sus medicamentos, no siempre lograron librarse ni de los ladrones ni del paludismo, que les obligó a desandar la ruta en Pakistán para recuperarse en un hospital iraní. Y es que después de haber visto de cerca animales de todo tipo, al final llegaron a la conclusión de que los más peligrosos no son los grandes mamíferos ni los escorpiones sino los mosquitos, que además de ser unos acompañantes indeseables en cualquier latitud, en algunos paralelos pueden acabar matando.

En muchos lugares se convirtió en un milagro encontrar la dirección correcta, todavía lejos del teléfono móvil y los GPS, con la única ayuda de una brújula y una carpeta con mapas, que apenas reflejaban el curso de las carreteras menos frecuentadas.

En los grandes desiertos, aprendieron a sortear las mayores dificultades. A la falta de agua se sumaron las piedras que convierten en un suplicio la senda que atraviesa el de Atacama, en Chile, el paisaje más árido de la tierra. En el de Baluchistán, situado al suroeste de Pakistán, que es ahora una de las zonas más estratégicas en la lucha contra el yihadismo, la arena, atrapando constantemente las estrechas ruedas del Dyane-6, hizo que costase 15 días recorrer 650 km bajo un clima extremo. Debemos tener en cuenta que la mejor manera de doblegar la temperatura, cuando no se tiene aire acondicionado, se limita a quitarse la camiseta cuando aprieta el calor y colocarse la bufanda sobre la chaqueta cuando arrecia el frío.

En otros lugares el riesgo estuvo en las condiciones de la propia ruta. José Ramón aún recuerda con miedo una carretera en las montañas de Bolivia, que pasa por ser la carretera más peligrosa del mundo, donde hay tramos en los que al extender el brazo desde la ventanilla del coche la mano flotaba sobre un abismo amenazante.

En el otoño de 1978, el sufrido Citroën se quedó en Madrid, como un símbolo para la casa que lo había construido. Había cumplido su misión y retornaba mostrando en su chapa la huella de unos balazos de ametralladora recibidos en Afganistán. Entonces, el pasaporte de José Ramón Fernández mostraba los sellos de 59 países. Un documento tan curioso, que acabó cediéndoselo al cónsul español en Berlín cuando el mierense decidió volver a Alemania para formar una familia.

Ya en casa, ante el tópico de identificar el mejor paisaje de la Tierra, los periodistas tuvieron que conformarse con la respuesta de que cada lugar tiene su encanto y este es un planeta maravilloso que deberíamos cuidar como lo hacen algunas tribus africanas. José Ramón tiene claro que en el continente negro viven los verdaderos guardianes del Paraíso, quienes lejos de las etiquetas turísticas, necesitan de toda la ayuda posible para conservar un entorno, que en demasiadas ocasiones está desapareciendo ante nuestros ojos. En cuanto al pueblo que les dejó mejor recuerdo, surge el nombre de aquellos beduinos que les dieron todo lo que tenían y les ayudaron a seguir camino sin pedir nada a cambio.

Los dos aventureros fueron enviando con regularidad materiales y fotografías, cumpliendo su parte en el compromiso firmado de que todo lo vivido debía publicarse. Fue una lástima que, finalmente, todo se quedase en el cajón por culpa de unos problemas burocráticos en la institución bancaria que se había comprometido a aquella edición. Lo que no pudo perderse fue el recuerdo de los buenos momentos, de muchas amistades y también -todo hay que decirlo- de algún amor, que los dos mierenses fueron dejando en su largo periplo.

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