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Historias heterodoxas

La herencia de un solterón

El contenido del testamento de don Antonio Bernaldo de Quirós, que repartió sus bienes entre la Iglesia, la beneficencia, sus sirvientes y el médico

La herencia de un solterón

Una de las características que tuvo en su momento la nobleza rural asturiana fue la ceguera ante la posibilidad económica que podía suponerles aprovechar la riqueza minera de esta tierra. Los viejos hidalgos dieron la espalda a la industrialización y mientras en otras regiones se invertía en talleres y explotaciones, aquí se consideró que el señorío se mantenía con las rentas de la tierra y el buen tono obligaba a alejarse de la vulgaridad de la grasa de los talleres.

Las consecuencias seguimos pagándolas en la actualidad: con el mismo punto de partida Cataluña y el País Vasco pudieron tener una burguesía emprendedora que abrió bancos y fábricas mientras que aquí los inversores llegaron desde muy lejos. Más tarde, una vez hecha su fortuna, acabaron marchándose a la capital del reino. Ahora volvemos al punto de partida, deshaciendo el pequeño tejido financiero e industrial autóctono que había podido sobrevivir; seguimos dependiendo del capital extranjero y poniendo más trabas que ningún otro sitio a una actividad empresarial que ya es una caricatura de lo que fue.

En fin. Como esta es una página de historia y no de opinión, cierro esta introducción y les presento el episodio de esta semana, que sirve de ejemplo a esta idea. Para ello me baso en un documento que me pasa mi amigo Germán Mayora desde Lena, porque en él se citan algunas propiedades de la aldea de Alcedo de los Caballeros (escrito con "d", aunque según el filólogo Xulio Concepción siempre fue conocido por los paisanos como Alceo).

Es el testamento que don Antonio Bernaldo de Quirós y Bernaldo de Quirós hizo en su casona de Areces, parroquia de Valduno, concejo de Las Regueras, el 27 de febrero de 1915, cuando ya tenía 80 años y veía asomar a la Parca con su guadaña. Como de su texto se deduce que no dejó descendientes ni parientes próximos, tenemos libertad para poder analizarlo, siempre con respeto, pero sin el temor de que nadie pueda sentirse ofendido. De cualquier forma, sus disposiciones son similares a otros muchos que se guiaban por las mismas normas morales.

Habrán notado, por sus apellidos y condición que don Antonio fue un hombre muy rico. También muy religioso y, a juzgar por las disposiciones que dictó para su entierro, parece que le gustaba seguir las ceremonias de la nobleza tradicional al margen de las novedades que estaba trayendo el siglo XX. Así se explica que cuidase tanto los detalles.

Según una costumbre que estaba muy extendida por los concejos rurales asturianos, su cadáver debía ser lavado y secado con una toalla antes de colocarlo en un modesto ataúd con la mortaja del hábito de San Francisco. Pero esta aparente sencillez se contradecía con lo aparatoso del traslado hasta el cementerio de la parroquia de Santa Eulalia de Valduno: conducido por ocho colonos pobres y a poder ser solteros, vestidos con ropones de paño negro, que se les darían en propiedad y portando en la mano libre una vela encendida, por lo que habrían de recibir diez pesetas en metálico.

La tétrica pero vistosa procesión se tenía que completar con la presencia de nada menos que veinticuatro sacerdotes reclutados en todo el concejo para celebrar la misa de las exequias. Luego, también se convocaba en el mismo Valduno a todos los sacerdotes que se pudiese para otra celebración el día siguiente al sepelio y en la parroquia de San Juan de Trasmonte a otros dieciséis para decir nuevas misas esos dos días de funerales. Para no dejar nada en el aire y asegurar una asistencia masiva a todos los actos, tanto los curas como quienes se acercasen a acompañar el entierro o las misas en los dos templos estaban invitados a una comida.

Siguen en el documento las disposiciones habituales sobre la forma de costear otros responsos y más misas durante años y entre ellas las de San Gregorio "que se habrán de celebrar por un sacerdote pobre y virtuoso y de buenos antecedentes, dándole de estipendio cien pesetas".

Como don Antonio no tuvo herederos forzosos pudo disponer libremente de sus bienes y lo hizo acordándose, como acabamos de ver, de la Iglesia católica, y a la vez de quienes lo rodearon en sus últimos días, pero en su generosidad no encontramos ni una sola peseta dirigida a ninguna institución que pudiese traer un poco de progreso hasta su tierra.

Dejó cantidades de dinero a quienes acreditasen ser sus parientes hasta el cuarto grado y, como no él no los conocía, estipuló un trato de favor para el caso de que entre ellos hubiese algún huérfano, desamparado o imposibilitado. Donó tierras a sus colonos; bienes forales a sus mayordomos; entregó a sus sirvientes dinero, joyas, muebles, ropas, enseres, huertas, paneras, cuadras y otros beneficios, según le pareció conveniente. Incluso le cedió una casa amueblada a su médico y, por supuesto, sustanciosas cantidades a los párrocos de Trasmonte y Balduno (localidad que aparece escrita en el testamento indistintamente con "v" o "b").

Con respecto a Lena, legó a su mayordomo en este concejo José Fernández Cortina, la casa en que vivía y la huerta que cultivaba bajo ella, el prado de La Fuente y la mitad de la casería "en que vivía el suegro Lorenzín cuando estaba separado de la madre", una anotación curiosa, pero tan poco detallada, que hoy no la aceptaría ningún notario.

En cuanto a los vecinos de Alcedo, les cedió la capilla que era de su propiedad para que pudiesen celebrar en ella el culto y demás obras piadosas, con el encargo de limpiarla y a la vez determinó que, entre las propiedades que debían venderse para sufragar los gastos que iban a producirse tras la muerte, tenían que dejarse libremente y al mejor postor dos fincas del mismo lugar llamadas el Pradón y el Cadavío.

No cabe duda de que fue un hombre generoso, ya que también se acordó de las instituciones benéficas de su época: donó 500 pesetas respectivamente al Hospital Provincial y al Asilo de Huérfanos del Fresno que había fundado Domingo Vinjoy, más 150 al Hospicio provincial y otro tanto a las Hermanas de la Caridad, lo que no está nada mal, aunque se olvidó totalmente en su testamento de cualquier cosa que tuviese relación con la industria o su fomento.

Incluso dejó estipulado que los beneficios de las numerosas rentas que le iban a sobrevivir debían destinarse a diferentes fundaciones: una para pagar la carrera de sacerdote o maestro de escuela a un joven que acreditase su parentesco dentro del cuarto grado y otra para dotar anualmente a las doncellas pobres y honradas del concejo y socorrer a su vecino más pobre, cuando a su pueblo no le hubiese venido nada mal una buena escuela que preparase a los niños para los cambios que llegaban a toda velocidad con el nuevo siglo.

Y sin embargo, estamos hablando de una persona culta, como lo indican las referencias a su biblioteca, repartida entre Trasmonte y Areces, de las que cedió libros escogidos a algunos beneficiarios, que pudieron elegir su ejemplar; mientras el resto se conservó en la casona de los Bernaldo de Quirós para el primer pariente que terminase una carrera.

Don Antonio no sobrevivió mucho a su testamento y desde luego no le echamos la culpa, pero aquellos pueblos con los que tuvo relación empezaron a decaer en cuanto él murió. Según el último censo en Areces solo residían 18 personas. Si visitan Las Regueras alguien les podrá enseñar lo que queda del palacio de los Bernaldo de Quirós, con restos de sus cuadras, palomar y capilla. En las guías se lee que todos los vecinos de la aldea fueron sus colonos hasta que, a partir de aquel 1915, empezaron a adquirir las fincas que venían explotando en régimen de arrendamiento.

Más cerca, Alcedo, a 9 km de la Pola, aún mantenía una decena de viviendas habitadas en la década de 1930, pero hoy engrosa la lista de pueblos abandonados en la Montaña Central. En otras provincias tuvieron más suerte con sus fortunas.

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