Conocí al poeta José Antonio Iglesias por noticia de una compañera de carrera, Geluchi, que hace un montón de años ejercía como profesora en el Instituto de Mieres y un día me habló de un alumno, mal estudiante, pero con una extraña y poderosa percepción de la poesía. Un día este poeta vino a mi casa: más que delgado era un esqueleto que se movía (muy rápidamente, por cierto), con el cabello pajizo y la barba de cañones muy largos. A pesar de su aspecto, del que podía esperarse cualquier cosa, era hombre muy educado, que me trataba con extraordinario respeto. Bajo el brazo llevaba montones de papeles; cada papel contenía un poema, cada poema era una especie de iluminación.

Iglesias fue un caso extraordinario en muchísimos aspectos. Se había negado obstinadamente al conocimiento académico, pero había acumulado, gracias a ello sin duda, una cultura amplia y refinada que iba desde los presocráticos al mundo artúrico, desde viejos poetas chinos a poetas provenzales, desde Arthur Rimbaud a Ezra Pound, ambos inevitables en un personaje de estas características. Rebelde nato, demostraba que se puede ser al tiempo un conservador, y tal vez ese conservadurismo haya evitado que fuera algo para lo que estaba llamado: para repetir la aventura fascinante y sórdida de Rimbaud. Con muy buen sentido, Iglesias redujo la aventura a la propia exploración poética y, alcanzada la edad de la razón no renunció a la confortabilidad de una vida sin alteraciones. Su juventud según me contó, había sido turbulenta, con experiencias militares como paracaidista o legionario, y más tarde trabajó en la mina hasta su prejubilación. Mariví le proporcionó el rincón apacible que necesitaba en Villamanín, entre nieve y montañas. Vivían en una casina en la que el despacho del poeta tenía la ventana abierta al invierno, y alrededor, una biblioteca muy selecta y una mesa de cortina llena de papeles. Poeta y esquiador, escribió miles de versos, reconstruyó infinidad de poemas, ofreció una rara poesía sapiencial y algunos aforismos. Ni su biografía ni su obra se parecen a la de los poetas actuales, ávidos de publicar y de reconocimiento. Durante muchísimos años, Iglesias fue un poeta inédito, el mayor poeta inédito de España. Más relacionado con poetas lenenses como Ángel Fierro y J. A. Llamas, su poesía no se parece a la de nadie. Es como si Merlín hubiera tomado la pluma en el bosque de Broceliande y se hubiera puesto a escribir. Tan solo al final publicó un par de libros: "Formas aladas" (2011) y "De un viento que viene de Avalon" (2015). Léanlos si quieren conocer a un verdadero poeta en esta época tan antipolítica.

Si continúa habiendo hombres como Iglesias, dentro de mil años se continuará escribiendo poesía, y entonces acaso su nombre se cite al lado de los más grandes: al lado de Basho y de Villon, al lado de Sócrates y de los caballeros del rey Arturo, que eran todos poetas.