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Una grave crisis humanitaria

Un verano ayudando en Filippiada

El mierense Alfonso Pombo narra su experiencia en uno de los campos de refugiados sirios en Grecia: "Estamos causando un dolor inmenso a mucha gente"

Cuando a Hamed, de ocho años, le preguntan por qué dejó de ir a la escuela apunta con el dedo índice a su interlocutor, abre el puño como si soltase un objeto invisible sobre la tierra y desliza el dedo sobre su cuello. La traducción de sus gestos es que en la zona kurda de Siria en la que nació, hay muchas pistolas que matan, bombas que arrasan y radicales que cortan la cabeza a sus vecinos en plena calle. El mierense Alfonso Pombo recibió esa respuesta, que sin palabras hiela la sangre, en su segundo día de voluntariado en el campo de refugiados sirios de Filippiada (Grecia). Hasta allí viajó en colaboración con la ONG "Olvidados", dispuesto a echar una mano en lo que hiciera falta. Volvió con una mochila llena de vergüenza: "Estamos causando un dolor a toda esa gente que no nos podemos ni imaginar".

Ese dolor lo ha visto y sentido este verano. Porque a los refugiados sirios, más que los jirones de la ropa, les duele el alma. Lo que les está destrozando, afirma el mierense, son los recuerdos: "Llegan traumatizados por la guerra, con historias de una violencia brutal". Como la que le contó Damyl, un chaval de Damasco que fue a tomar un té con sus amigos. Cuando volvió, una bomba había destrozado su hogar. Entre los escombros, yacía su familia.

Damyl, narra Pombo, recogió los cuatro recuerdos que sobrevivieron y corrió a buscar una salvación. Semanas, carreteras, aguas y varios sustos después, llegó a la isla griega de Quíos. Exhausto, abrió los brazos para encontrar un alivio. Pero, como los cerca de sesenta mil refugiados que están en Grecia, recibió algo distinto: una alambrada impuesta por la Unión Europea y la endeble tirita que es un campo de refugiados, sin futuro en el telón. "La falta de perspectiva, el no saber, los hace estar anclados en el pasado. En la violencia extrema que han vivido, no tienen ilusión", explica Alfonso Pombo. Una noche, en Filippiada, un hombre kurdo le dijo al mierense que pensaba volver a Siria: "Aquí me muero lentamente, allí me pueden matar en segundos".

Es en las conversaciones, regadas con un té tan amargo como las palabras, donde los voluntarios ven la inmensidad de su labor. "Claro que necesitan cosas materiales, infraestructuras, logística, pero nuestra labor no puede quedarse ahí", explica Pombo, que aún tiene en las manos las marcas del trabajo. Durante su estancia en Filippiada, ayudó a la puesta en marcha del campo de refugiados. Lleva funcionando menos de dos meses, acondicionado en una base militar abandonada.

"Los primeros días nos dedicamos a la adecuación de espacios", señala Pombo. Dos viejos edificios que se convirtieron en lugares para albergar talleres para niños y actividades para las mujeres. Los pequeños, explica el voluntario, están en una situación "muy preocupante". No van a clase, no hay suficiente infraestructura, y los juegos son un reflejo de la guerra: "La mayoría interactúa con violencia, tirándose piedras o jugando a pelear", señala. Se le empañan los ojos cuando recuerda a Hamed, el niño que tuvo que dejar la escuela porque sus padres temían por su vida: "Conectamos enseguida, me llevaba a su tienda para que conociera a la familia, lo echo mucho de menos". Con ocho años, el pequeño aún no sabe leer ni escribir.

"¿Qué futuro le espera a mi hijo?". Es la pregunta que más escuchó Pombo en ese campamento, ahora calentado por un sol que arde pero con la amenaza del invierno ya cerca en el calendario. Y el mierense nunca pudo contestar: "Lo que intentamos hacerles llegar es que nosotros no somos como nuestros gobiernos, que queremos apoyarlos y mostrar al mundo por lo que están pasando".

Y agradecen esas palabras porque en Filippiada hay acceso, aunque limitado, a la actualidad. Y ellos saben los cupos de acogida que los países no cumplen. Escuchan cada portazo de Europa y les asusta mucho el mensaje que está calando tras cada atentado del ISIS: "Saben el terror que despierta el terrorismo y saben que se está jugando con el miedo, la desinformación y la ignorancia. El ISIS no es el Islam, lo repiten siempre que pueden", afirma Pombo.

En uno de los últimos días que pasó en Filippiada, Pombo tuvo que interrumpir un taller infantil porque los refugiados organizaron una manifestación. Querían protestar contra un atentado que se acababa de producir en la zona kurda. Aún recuerda a una niña, con una trenza negra que le llegaba a la cintura, que escribió "Stop killing" en una cartulina que había en el suelo. Su imagen, mostrando la pancarta, inundó durante días las redes sociales.

"Nos guiamos por las fotos, pero pocas veces vamos más allá", dice el mierense. Y recuerda la desgarradora imagen de Aylan, el niño que murió ahogado en una playa de Turquía tras huir del horror sirio. O la cara desencajada de Omran, el pequeño herido en un bombardeo cuya imagen ha dado la vuelta al mundo. "No sirve con llenar el Facebook, tendríamos que estar todos en la calle manifestándonos", clama Pombo.

Considera que la crisis ha sacado lo mejor y lo peor de las personas. "Algunos se vuelcan y otros se miran sólo al ombligo", señala. Dice que la manida excusa de "primero tendremos que arreglar lo nuestro" no puede servir: "No comprendo que duela más un niño hambriento en Mieres que un niño hambriento en Siria, los sentimientos no tienen raza". Después de su verano en Filippiada, no quiere alambradas en la tierra. Tampoco aduanas para la emoción.

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