Hace algunos años pude ver en una casona del occidente asturiano un arca de madera, que era, según me dijeron, aquel que sirvió en 1604 al almirante Gonzalo Méndez de Cancio para traer hasta aquí el maíz de las Américas. Uno de los acontecimientos más notables que se han dado en nuestra historia, puesto que en cuanto las riestras de panoyes empezaron a verse adornando los hórreos, la vida de los campesinos cambió para mejor.

Fueron los primeros años de un siglo que también vio llegar a las aldeas productos que ahora son tan imprescindibles como los tomates y la patata, sorprendiendo a las viejas tierras acostumbradas a dejar brotar únicamente escanda, centeno, panizo, mijo y trigo donde el clima lo permitía.

La novedad de ultramar permitió a la población de la región mejorar su alimentación y con ella la calidad de vida, lo que tuvo su reflejo en la demografía, ya que a pesar de los altibajos que provocaban las malas cosechas y las epidemias la población de Asturias no dejó de crecer y, según el Catastro de Ensenada en 1752, pasaba de 290.000 habitantes, aunque hay que decir que esta fue una región de pobres, porque su renta per cápita era entonces la más baja de toda España.

Hasta la llegada del ilustre indiano, la dieta de nuestros ancestros se limitaba a platos preparados con castañas, fabes, arbeyos, nabos y berzas, mientras que las carnes frescas o saladas eran manjar para ricos incluso en aquellos lugares donde la ganadería ya tenía algún desarrollo como Caso o Aller, y se reemplazaban en las grandes ocasiones con conejos, gallinas y lo que se podía cazar o pescar en cada lugar. También se consumían huevos, leche, manteca, manzanas, peras, nueces y quesos, de los que Jovellanos, ya a finales del siglo XVIII, señaló como más apreciados al cabrales y al casín, este último con la ventaja de que es mucho más fácil de conservar.

Habrán echado de menos en este listado a las avellanas o ablanes si lo prefieren. Lo he hecho a propósito porque hoy voy a contarles la importancia que alcanzó este producto en nuestras comarcas, en aquellos años de penuria. Y es que este arbusto -que no árbol- estaba tan extendido que, además de colaborar al sustento de muchas familias, enriqueció a unas pocas que supieron encontrar los recursos para dedicarse a su comercio vía marítima.

No se sorprendan. En marzo de 2013, la Editorial Círculo Rojo publicó la tesis doctoral del licenciado en Ciencias Económicas y Empresariales, Luis Cueto-Felgueroso Felgueroso, que fue galardonada en la XVII edición del Premio Padre Patac, convocado por la Consejería de Cultura y Turismo del Principado y el Ayuntamiento de Gijón. Se titula "Asturias y el comercio del Cantábrico con el Norte de Europa (1650-1700)" y en uno de sus apartados encontramos los nombres de quienes se decidieron en aquellos años a exportar e importar mercancías en el Principado por barco desde el puerto gijonés.

Lógicamente la mayor parte de estos negociantes tuvieron su residencia en esta villa, donde llegaron a abrir sus oficinas algunos bilbaínos y mercaderes de otros puertos extranjeros, especialmente Holanda, con los que las transacciones eran más frecuentes; pero hasta allí se acercaron al mismo tiempo asturianos, principalmente de las poblaciones más cercanas, y en menor medida del interior, intentando dar salida a sus productos, casi siempre castañas, nueces y avellanas, e incluso en menor medida limones y naranjas.

Entre estos aventureros estuvieron varios habitantes de nuestras cuencas, valientes que se arriesgaron a hacer negocios en un mundo de fletes, del que seguramente desconocían casi todo.

El primero de la lista elaborada por Luis Cueto-Felgueroso fue el vecino de San Andrés de Linares, Antonio González Laguna, quien en noviembre de 1661 ofreció a un comprador 330 cargas de avellana, aclarando que el transporte desde Langreo hasta Gijón debería hacerse por cuenta de éste. También hizo negocio con las avellanas, esta vez en noviembre de 1659, el langreano Gregorio de la Buelga -apellido suficientemente conocido- que aparece citado como mayorista de frutos de la tierra, vendiendo a su cliente 135 cargas de avellana, aunque en esta ocasión, ya puestas en el muelle.

El tercero, en enero de 1656, llegó más allá. Se llamaba Juan de Pis, de El Entrego, y fletó el navío "Amada Virgen de Begoña" para mandar castaña y avellana a Andalucía. Parece que al entreguino le fue bien, puesto que unos años más tarde, se cita a otro Juan de Pis "el mozo", probablemente su hijo, ya radicado en Gijón, como administrador de los derechos del pescado seco del Principado cuando aparece en una requisitoria para pagar unos impuestos pendientes.

Los otros tres comerciantes de las Cuencas que el investigador ha encontrado en su pesquisa por los protocolos notariales conservados en el Archivo Histórico de Asturias, el Archivo de Simancas de Valladolid y en menor cantidad en el mismo Ayuntamiento de Gijón aparecen realizando operaciones financieras, aunque en un caso no tiene relación con el comercio de la avellana y en los otros dos no se especifican más detalles.

Fueron el mierense Diego Fernández, quien firmó con su mujer María Valdés una obligación de 2.354 reales de vellón, en agosto de 1664; y el allerano Joseph Peros, deudor de 990 reales de vellón, en 1675, al holandés afincado en Gijón Justo Carlier. El mismo mercader a quien Marcos Pérez Valdés, de Laviana, debía otros 330 reales de vellón en mayo de 1679 por la compra de algo poco habitual: nada menos que de 16 varas de pelo de camello.

De estos datos podemos obtener varias conclusiones. La primera es la existencia de un comercio activo en nuestras cuencas a partir de aquellos frutos que daba la naturaleza y que no precisaban ni de conservación ni de ninguna otra manipulación. Una actividad preindustrial, que aún permanece pendiente de estudio.

Vemos también como quienes se decidían a emprender estas transacciones tenían que hacer frente a dos problemas endémicos. Por un lado, las dificultades de comunicación propias del territorio donde el estado de los caminos era lamentable y muchos de los puentes que se habían construido en tiempos de Felipe II se encontraban en reparación permanente, arruinados por las riadas periódicas, con lo que cada transporte de castañas y avellanas, que se hacía a lomo de recuas y en época de lluvias, podía ser una verdadera odisea.

Esto, junto a las dificultades que suponía traspasar la cordillera Cantábrica, ayuda a explicar porque nuestros comerciantes prefirieron mirar hacia el mar antes de dirigirse a las provincias de la Meseta.

Por otro lado, estaba la imposibilidad de buscar financiación para el comercio, donde los antiguos linajes consideraban esta actividad como algo extraño a su forma de vida, lo que obligó a aquellos pioneros de los negocios a solicitar préstamos en Gijón. Allí, en cambio sí empezaba a gestarse un cambio de estructuras al que se sumaron los antiguos linajes con una visión de futuro mucho más abierta.

Según Luis Cueto-Felgueroso, en aquel momento la villa marinera contaba con 6.000 habitantes y tenía más notarios de los que existen hoy en día. Un hecho que se justifica en la cantidad de operaciones que se basaban en letras de cambio, pagarés y cartas de pago, algo que tuvieron que aprender a manejar con rapidez nuestros pioneros comerciales. Otro día les contaremos lo que pasó con ellos.