El personaje. Esta es la reveladora historia de Elvira Calvo, una entrañable anciana de casi 90 años. Que cuenta su vida a quien quiera o no escucharla. Vive en La Infiesta, en el concejo de Caso. Allí donde nacen las nubes, en un rincón perdido entre las montañas, donde bosques y prados se suceden interminables. En el reino del oso, donde habitan ciervos, rebecos y jabalíes. Donde el águila otea el horizonte, buscando a sus presas. Donde el azor, la nutria y el tejón ocupan sus diferentes predios y mil especies más, encuentran su último refugio.

Costumbres y tradición. En una casa de piedra y madera, ganada en una partida de cartas y herencia de unos padres, venerados ya, tan solo por el recuerdo. Cuenta, como cada año arrancaban, a sangre y fuego, un pedazo de terreno más al monte. Primero talaban los árboles que usaban para leña.

Quemando raíces y ramas, limpiaban y abonaban con la ceniza. Después labraban la tierra y plantaban patatas. Y el segundo año, sembraban con la grama, que después generaría los pastos para el ganado. Relata como andaban a la hierba, mientras el padre segaba, ella y sus hermanas secaban al sol y a veces porque faltaban horas en el día, también de noche, bajo la luna llena. Esparcían y reunían en marallos y burguetos, según dictara la climatología. Y curarla mecida al viento, sobre el angazo.

Su vida y aventuras. Elvira codiciaba abandonar esa existencia. Y la oportunidad le llegó cuando Antonio Gao la pidió en matrimonio. Pensando este, en obtener así más fácil, aquellas dulces manzanas de su huerto, que hasta ahora siempre había tenido que robar. Yerro, pues nada más casarse, Elvira le conminó a partir, en busca de una vida mejor. Y pasaron más de cuarenta años en el bullicio de la cuenca minera, intentando salir adelante entre habitaciones de alquiler compartidas, con derecho a cocina, pero sin mucho material para elaborar en ella. Trabajando en diferentes oficios, pero sin beneficio. Pasando mil peripecias, que ahora, al final, solo han servido para formar los capítulos del compendio total de sus vidas. Y la conclusión de haber cometido la más grande de las equivocaciones.

El oso. Ahora de vuelta al hogar nos cuenta: Un día, para ofrecer unas cerezas y agua fresca a los que, en su trasiego de animales al puerto, ascendían por La Infiesta, pedimos a un segador de Rioseco que por allí rondaba, que trepara a la cerezal y nos alcanzara unos cuantos frutos. Éste, solicito, se dirigió al árbol. Pero al acercarse constató que ya estaba ocupado. Algún paisano se adelantó y daba buena cuenta de las codiciadas guindas. El segador le propuso: "ya que estás ahí encaramado, echa unas cuantas". Como este no respondía más que con unos broncos gruñidos, el de Sobrescobio, incómodo, le insiste para que comparta la cosecha. El que estaba subido, cansado de tanta insistencia y emitiendo rugidos, comenzó a bajar del árbol. A esto, el segador ya abrumado, comprobaba boquiabierto, que no era tal paisano, sino un formidable oso, el que descendía tronco abajo. Así que decidió no esperar a recibir razones e hizo lo que Amaral dice en una de sus canciones.

Moraleja. Elvira por fin ha descubierto que su felicidad, buscada fuera durante casi cincuenta años, estaba precisamente allí donde nació. Donde el color del cielo, ora azul por el sol, otrora gris pálido por la bruma, se sustituye eternos. Donde el verde de prados y monte siempre está presente, aunque a veces se encuentre, bajo el manto blanco del agua, en forma de nieve. Donde buscamos la armonía entre el hombre y la montaña, entre el hombre y la naturaleza y el hombre con el hombre al fin. Donde se crean los sueños. Y estos, plagados de ilusiones y deseos, forjados por el incansable esfuerzo, a veces se tornan realidad. Donde quizás, sea más fácil hallar El Secreto de la Vida Ideal.