Introducción. En Asturias, desde tiempos inmemoriales, cuando el termino sostenible no era siquiera un pensamiento, se mantenía la unidad básica económica. La hacienda de la familia no se dividía hasta el infinito según los hijos habidos en el matrimonio, sino que la heredaba el mayoral, mujer o varón, el de más edad o el más capacitado y, a su vez, predispuesto de los hermanos para continuar el proyecto familiar.

Esto permitía que el legado se mantuviera en el tiempo y pudiera seguir generando recursos y utilidad indefinidamente. Después, las nuevas creaciones legislativas obligando a dividir a partes iguales no resolvían nada a ninguno de los descendientes, pero sí provocaba la disolución de la casería, imposibilitaba su subsistencia y destruía ese tejido productivo una y otra vez, esa quintana que tan bien funciono durante siglos.

El personaje. Hoy os presento a Manolo Alonso. Nació en Mesariegos, concejo de Parres, el lunes 18 de julio de 1949, en el seno de una prolífica familia campesina, siendo el menor de 8 hijos. Vivió una infancia en el campo, rodeado de animales. Fue a una escuela rural, propia de aquellos tiempos, sin gua, sin luz, ni camino para acceder a ella. A veces sin maestro. Pero con una insaciable hambre de aprender.

A estas alturas de instrucción familiar, el padre extenuado ya de educar, le permitía algunas licencias a Manolo. Concesiones que no había tenido para con los otros hermanos, que se sorprendían de tal grado de liviandad. Como por ejemplo fumar delante de él a la "temprana" edad de los 22 años.

Allí en África, en el desierto del Sahara, cual aturbantado tuareg entre sol, armas y desierto, Manolo soñaba con volver a casa y ser el capataz de su casería, de su ganadería. Y allí mismo, entre sudores y arena, y la posibilidad de no volver, empezó a arreglar de pensamiento lo que la arrojada inventiva legisladora había generado en los últimos años. Había que hacer la concentración parcelaria. Y así lo hizo y lucho 15 años para conseguir que una zona de su concejo al menos pudiera disfrutar de esa empresa, tal y como se había hecho desde siempre. Acoplar los recursos existentes al hombre y éste pudiéndolos disfrutar y vivir dignamente?

El corzo. Un día de primavera, Manolo se preparaba para desaverar (segar de malezas los contornos de las fincas), se dirigió a su oteadero favorito, la bien orientada y por tanto soleada raíz de un viejo fresno, suspendida en el aire, como una de las patas de un trípode, que elevaba al árbol sobre el suelo como si este quisiera salir corriendo.

Desde allí casi podía contemplar cómo crecía la hierba bajo sus pies. Con la suerte de que tras esa cepa había un recién nacido corcino, mimetizado entre la hierba, paradójicamente, tan fundido con la tierra como hubiera debido estarlo el fresno. Como si volviera al barro después de ser parido y jamás quisiera ya despegarse de él.

Manolo se sentó en el raigón, clavo el yunque en el suelo y sobre él coloco la hoja de la guadaña por el filo para darle la curvatura idónea a base de golpes de martillo. O cabruñar, que es más sencillo. El recién nacido cervatillo permaneció impasible, inmóvil, como corresponde a su precepto genético. El repiqueteo interminable de golpes al metal y la impregnación del olor personal de Manolo quedaron grabados en su joven mente para siempre.

Desde entonces, y en los siguientes días, se iniciaría una relación especial con el corzo y sus descendientes, un vínculo familiar, un nexo cuyo origen Manolo nunca llegaría a comprender, pues jamás supo que aquel día, en el que cabruño la guadaña sobre la raíz emergida, había un pequeño corzo tan cerca de él.