Una tarde de octubre de 1934, la allerana Sofía Manso experimentó el miedo intenso por primera vez en su vida. Estaba en la casa en la que servía, en Oviedo, cuando entró una tropa. Iban a enfrentarse con unos revolucionarios que, desde el edificio de enfrente (el convento de San Pelayo), habían iniciado un tiroteo. No volvió a experimentar esa sensación de miedo, esa angustia que la ahogaba, hasta la primavera de 1947. Aquel mes de marzo su hijo, con 9 meses de edad, enfermó de meningitis. Las secuelas duraron para siempre. El niño perdió vista, el habla y movilidad. Ella lo afrontó como sólo lo afronta una madre de diez: gastando amor y sin ahorrar en coraje. Una fórmula multiplicada, porque ahora es una madre de diez por diez: acaba de soplar cien velas y sigue dando todo por su hijo. Cada día, viaja más de una hora por Oviedo, donde vive ahora, para pasar toda la tarde con él. "Lo malo que te pasa tienes que vivirlo, no vale con llorarlo".

Sofía Manso nació en 1916, 18 años antes de aquel tiroteo de la Revolución del 34, en La Raposera (Aller), una aldea cerca de Arriondo que ya ni siquiera es aldea. Fue la primera de seis hermanos. Era aplicada, cariñosa, creativa. Tenía algo especial y sus padres querían que brillara, así que la enviaron a Oviedo para que acudiera a una escuela de corte y confección. "Llegaron a un acuerdo con los señores de la casa, para que yo pudiera salir todos los días dos horas y aprender el corte", explica Manso, que tiene el aspecto y la lucidez de una mujer de mucha menos edad.

Dice que uno de los secretos para mantenerse joven es trabajar mucho. Como ella trabajaba en Oviedo: "Llegaba a la noche agotada, pero cosía un rato para mí. La señora de la casa me dijo que tenía que coser para ella, pero yo le respondí que ni hablar. Ese no era el trato". La tarde del tiroteo, el servicio de la casa se puso en la cabeza una almohada de lana en la cabeza porque "nos dijeron que así evitaríamos el impacto de una bala. Yo ahora dudo de que eso sea verdad". Unos días después, la casa en la que trabajaba se derrumbó por el impacto de los proyectiles.

Ella volvió a Aller, porque ya había terminado su formación. Antes de encontrar un taller en el que trabajar, estalló la Guerra Civil. "Eso sí que fue malo, es que no había nada para comer. Daba igual lo que tuvieras, el dinero no valía", recuerda. Su familia sobrevivió con una huerta y un ternero que mataron y escondieron bajo tierra. Así conseguían mantenerlo más fresco y evitaban que se lo quitaran.

Años duros a los que siguió la alegría, cuando se casó con Joaquín Argüelles. Ella tenía treinta años y "ya era vieja para la época", sonríe Manso. Fueron a por el niño enseguida. En junio de 1946 nació Jesús Argüelles, bautizado en casa como "Chusín". "Era un nenu precioso, de verdad", dice Sofía Manso. Es el único recuerdo de su vida que le tiembla en la voz. Pero pronto recupera el tono, traga la pena y sigue: "El día que se puso tan malín, lo llevaron al hospital y ya me dijeron que quedaría mal". "Yo lo cuidé mientras pude, pero creció mucho y yo ya no podía tirar por él. También se me escapaba de casa, y tuve que buscar un sitio donde me lo atendieran, que me ayudaran con todo", explica.

Probó suerte en varios centros, hasta que encontró el que mejor se adaptaba a las necesidades de Chusín Argüelles: está en la residencia Trisquel, de la Fundación Docente de Mineros Asturianos (Fundoma). Sofía Manso pasa con él cada tarde: "Yo, después de comer, ya empiezo el viaje para ir a verlo". Desde Ciudad Naranco, camina hasta Fray Ceferino. Allí coge el autobús que la lleva hasta la residencia, con sede en el antiguo orfanato minero. Todos conocen allí a Sofía Manso, muy querida entre los trabajadores y una "madre coraje" para las familias.

Hoy Sofía ha hecho el mismo viaje de siempre, llega a la misma hora. Pero es un día muy especial. Hoy le van a hacer una foto con Chusín: "Está muy guapo, qué pena que haga tanto frío y no podamos salir fuera con la silla de ruedas", comenta. La cámara dispara.

-¿Cuál fue el peor momento de su vida, Sofía?

-La tarde en la que se puso malín -responde, mirando a su hijo.

-¿Y el mejor?

-Mejor momento no tuve. La pena de verlo así te lo empaña todo. Nunca se te quita.